Diario de León
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Liturgia dominical

JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES

Este domingo, al principio de la Eucaristía, pronunciaremos la oración «colecta», que recoge los sentimientos y actitudes de la liturgia del día. Nos hace pedir al Señor que su gracia « nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien». Es un texto que sitúa bien lo que es la celebración dominical de la Misa, a la que llegamos con el peso de la vida semanal (con los éxitos y fracasos «en el obrar el bien ») para recibir la gracia de Dios que nos ayudará (« nos preceda y acompañe ») en la semana que empieza.

Esta oración nos ayuda a entender el pasaje evangélico del joven rico que quiere seguir a Jesús, pero a «coste cero», es decir, sin dejar ni sacrificar nada. Si nuestra riqueza suprema es Dios y su palabra, ¿cómo no estar dispuestos a perder todo lo demás, si es un obstáculo para conservar lo único realmente bueno? No hay duda de que la frase que le dirigió Jesús era para ser interpretada en sentido literal. Jesús le pidió -al igual que a los demás apóstoles- que se desprendiera de todo, que diera el dinero a los pobres y que después lo siguiera. ¿Por qué Jesús tuvo esta exigencia? La primera respuesta es: porque lo amaba. Si los judíos pensaban que el signo del amor de Dios eran las riquezas, ahora la buena noticia revelaba que el signo de ese amor es el mismo Hijo de Dios, dado a los hombres como salvador y liberador y razón de nuestra esperanza activa.

El Sínodo Diocesano de León lo dice con otras palabras: «La Iglesia de Cristo que camina en León... es, por sí misma, anticipación de la vida nueva que esperamos y signo y sacramento de la salvación universal. Por eso mismo, es también fermento de transformación de la sociedad, en esta marcha universal hacia la consumación y hacia la plenitud. Nuestra Iglesia espera, con todas sus fuerzas, el nuevo tiempo y quiere trabajar, hasta el agotamiento, en habilitar las condiciones oportunas para que se haga posible. Conoce que lo que espera ya está misteriosamente presente en nuestra tierra, aunque no se consumará su perfección hasta que el Señor vuelva. En este quehacer, ilusionado y recio, estamos cimentados en la misma fuerza que vino sobre el colegio apostólico el día de Pentecostés. La confiada audacia de aquellos hombres fue el origen histórico de la expansión de una Iglesia que no ha debido dejar enfriarse, con el correr de los tiempos, el amor primero. Nada podrá intentar esta Iglesia, si no se fía radicalmente de la única fuerza, la asistencia del Espíritu Santo, que hace posible la incorporación al amor trinitario de Dios, que afianza en la comunión fraterna y que impulsa a la misión con fuerzas renovadas» . Este mundo de hoy, en sus angustias y tristezas y, también, en sus alegrías y esperanzas intraterrenas, en su ebriedad de presente y en su ofuscación sobre el futuro, en su verborrea ideológica y en sus afonías existenciales, en la mirada de sus pobres y en el anillo de sus ricos, está reclamando, en su orfandad, la presencia de una nueva alma que le permita, aunque sea entre sollozos, llamar a Dios «Abbá», Padre.

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