Diario de León

«Tienes que saber quién eres, mirar hacia atrás, si no, te caes»

El escritor Juan Pedro Aparicio en una terraza de la capital

El escritor Juan Pedro Aparicio en una terraza de la capital

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León

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cristina fanjul

Las cuatro historias que levantan el legado de Juan Pedro Aparicio componen la gran novela española del siglo XX. Hay que tener una mirada casi privilegiada para desde lo recóndito alcanzar lo universal, y —corrían tiempos oscuros en la puta ciudad— todas la verdades ficcionadas que encierran La forma de la noche, El año del francés, Retratos de Ambigú, y El viajero de Leicester son una demostración de que pocos como el escritor leonés han conseguido reflejar de manera tan admirable los temblores de la humanidad y ‘domesticarlos’ a través de la intimidad de un pequeño lugar de la Tierra muy reconocible. Podríamos decir que son tres novelas y un colofón de ultratumba porque Juan Pedro Aparicio nos sumerge en un universo que creíamos perdido pero que nunca ha dejado de acompañarnos y lo hace para que no nos olvidemos de mirar atrás, como la mujer del elegido por Dios para volver a empezar. Desde la guerra civil en el Frente Norte pasando por el silencio ominoso de la posguerra y el comienzo de una democracia algo chusca, Juan Pedro Aparicio nos enfrenta a lo que hemos sido para advertirnos de que el abismo es más que una simple posibilidad. Hay una cita al principio del libro de Emanuel Swedenborg, científico, teólogo, filósofo y místico sueco, muy del gusto de Borges: Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación. En el prólogo de La Novela de Lot, José María Merino hace de Virgilio para guiarnos a través de los círculos que componen este infierno: Desde una mirada nada complaciente e incluso premonitoria de lo que ha resultado la salvaje avalancha de la corrupción, La novela de Lot habla de este país y de lo que somos, con propósito de desciframiento, cumpliendo de tal modo, con rigor y eficacia, la fundamental misión del género novelesco. Una obra maestra, en suma.

—¿Sigue siendo León como el universo que creaste para Lot?

—Lot alude al personaje bíblico que tenía prohibido mirar atrás pero también a una legión romana de la que toma el nombre de Lot, esa Legio Optima Tapae, que se cubrió de gloria en la batalla de Tapae contra los Dacios. Lot me da un mayor ámbito de libertad que me permite jugar con espacios y con nombres sin que nadie pueda sentirse aludido, como a veces me ha pasado. Nunca el nombre figurado es el real, porque si no, no lo pondrías. Porque al poner el nombre de Lot, tengo más libertad para jugar con espacios y con nombres y personas. Y para tener la salvaguarda de que nadie se sienta aludido.

—Estas cuatro novelas son Los episodios nacionales del siglo XX español. ¿Eras consciente cuando escribiste la primera?

— La idea de un corpus único no la tuve hasta bien iniciado el tercer libro. De hecho, lo primero que escribí fue El año del francés (ambientada en el franquismo, más o menos cuando los Beatles vinieron a España). La segunda fue Retratos de Ambigú y, como te digo, solo con la tercera, La forma de la noche, ya iniciada, me di cuenta de que formaban un libro único, en el que cada una de ellas adquiere todo el sentido.

—O sea que el orden de la escritura no es el orden cronológico de la acción.

— Así es. La primera parte de La Novela de Lot, La forma de la noche, empieza en el momento en que la ilusión y la esperanza colectivas que había despertado la república de 1931 se precipita hacia lo que iba a ser una guerra feroz, a la que siguió una postguerra, tan dañina y cruel como la propia guerra. La segunda, El año del francés, nos presenta al franquismo en su madurez de laguna muerta, nada se mueve en la superficie, todo es oscuro como una sotana, y hay una gran represión sexual, casi el signo más identificador y destacado del régimen nacional-católico. Lot se llena entonces de francesas, son solo cien pero la convulsión entre los jóvenes es enorme.

—En Retratos de Ambigú reflejas los primeros años de la democracia y das una solución al protagonista de La forma de la noche.

— Sí, estamos ya en una forma de democracia algo chusca, aunque democracia al fin… Ahora se puede hacer oposición al gobierno sin riesgo de ir a la cárcel y lo que es más importante periódicamente se puede elegir a otros gobernantes… Pero conviene no engañarse, esta democracia está lejos de ser perfecta. Y no es malo que los escritores sean críticos con ella y señalen sus aspectos negativos. Algunos novelistas aseguran que la ficción es la reina de las mentiras, yo, por el contrario, pienso que la ficción debe aspirar a ser la mayor de las verdades. Si algo distingue al escritor es su mirada. Suele ver lo que otros no ven y luego lo cuenta, si sabe contarlo o si quiere contarlo. Si el escritor carece de esa mirada o si teniéndola se abstiene de contar lo que ve, cae en el manierismo.

—Trasciende a la política leonesa de entonces de manera magistral. Veo los personajes y los reconozco. Hay que ser muy leonés para ser universal ¿verdad?

—Los escritores leoneses solemos acogernos a esa frase del gran escritor portugués Miguel Torga, que decía que lo universal es lo local sin fronteras. Porque ¿cómo puedes aspirar a lo universal sin conocer al detalle aquello de lo que estás escribiendo? Los escritores leoneses nos hemos acogido siempre a esa frase de Miguel Torga, que decía que lo universal es lo local sin paredes. ¿Cómo puedes aspirar a lo universal sin conocer aquello de lo que estás escribiendo?

—La forma de la noche comienza con tigres y termina con un cisne que Chacho ve al escapar.

—Comienza mal y termina con un resquicio abierto a la esperanza. Podría incluso parecer que ese cisne fuera el mismo Chacho convertido en la más majestuosa de las aves para escapar de la prisión. Es un mensaje de esperanza y de libertad. No quería quedarme en lo negativo.

—¿Cómo te imaginaste y recuperaste a Chacho?

— Le di el nombre de un gran amigo mío que murió prematuramente y me lo imagino como él era: alto, de cejas espesas, generoso, gran deportista, inteligente y valiente.. un gran amigo al que sigo echando de menos. Pero el Chacho de la novela es pura ficción, y, aunque odia la guerra, toma el partido de los oprimidos y se une a los mineros asturianos, utópicos y quiméricos, que tenían una visión universalista de sus reivindicaciones.

—¿En cuál de los tres primeros libros de Lot estás más presente?

—Creo que en los dos primeros. El año del francés se nutre de mi experiencia personal y La forma de la noche, de la de mis padres. En esta última he tratado de evitar todo maniqueísmo, lo que no ha sido fácil… Recuerdo que cuando salió la segunda edición de La Forma.. un periodista me incitó a una declaración en ese sentido. Le dije que prefería no opinar sobre la guerra para ceñirme a los años del nacional-catolicismo, apellido que parece habérsenos olvidado. Durante la guerra en los dos bandos hubo atrocidades. Pero la represión de la posguerra fue más fría y duradera..

—¿El protagonista de El año del francés es un trasunto de la propia sociedad de postguerra?

—Alvaro Zarandona, ya encumbrado en Retratos de ambigú, es en El año del francés un pobre poeta desconsolado, pero con una alta estima de sí mismo, y por eso frustrado, muy frustrado. Trabaja para colmo en una mercería, vendiendo ropa y accesorios femeninos, se siente como un desterrado en su propia tierra. Además se enamora de la joven más inaccesible de la ciudad.

—Cuando piensas en El viajero de Leicester tratas de dar continuidad a las tres anteriores y cerrar el círculo de Lot.

—Sí, a través del personaje de Vidal se cierra el conjunto. Viviendo yo en Madrid, con muchos y continuados viajes al extranjero por mi profesión, sentí una cierta fatiga para seguir insistiendo en Lot. Era un momento de especial pesimismo, no para mí, sino para Lot, así que cerré el ciclo. ¿Cómo? Con un Lot de ultratumba, en el que los muertos son protagonistas, sobre todo los niños que, muertos también, se rebelan con violencia y furia contra las mentiras de los Guzmanes, esas estatuas de piedra que están vivas y que son sus mayores enemigos porque representan la mentira.

—Pero en el final de la novela hay una salida ilusionante.

—Efectivamente: la del amor, que siempre es la mejor salida, la única que tiene magia, aunque quizá haya también en ese final un matiz ambiguo que a algunos ha parecido pelín perverso.

—¿Con qué finalidad?

— Sobre todo para hacer justicia a la verdad. Aquí todavía no estamos para un final de cuento infantil, eso de que fueron felices y comieron perdices.

—Es una historia muy vanguardista, en la que bordas un relato de literatura fantástica en la mejor tradición de los escritores británicos. Y esto me lleva a la siguiente pregunta: León dejará alguna vez de mirar atrás?

— Yo creo que ese no es el problema. Precisamente Lot no ha mirado atrás porque, como el personaje bíblico, lo ha tenido prohibido. Me refiero a su verdadero pasado, no al que se cuenta en buena parte de la historiografía española. Si mirase atrás sin prejuicios vería sus raíces pre democráticas, o simplemente democráticas —ahí están los concejos abiertos o los Decreta de 1188. Pero las cosas han ido por otro lado, sobre la base de los supuestos principios de un ente que se llamó Castilla y que ni siquiera responde a la realidad geográfica de lo que entendemos por tal. Se trata de un emblema ideológico bien inserto en la historiografía española que ha dado lugar a un estado secularmente reaccionario y centralista, muy poco democrático.

—¿Se puede ir hacia el futuro sin retrovisor?

—En todo momento necesitas saber quién eres. Si no lo sabes, te caes. Al margen de lo literario —ahora no hablo de Lot, sino de León—, es evidente que León necesita poder político, no solo por su propio bien, sino, me atrevo a decir, que por el bien de todos los ciudadanos, por el bien de aquellos que en España, en Europa y en el mundo quieren la verdad y la justicia. León es una región histórica europea, con unos valores convivenciales muy importantes que nuestra historiografía muy politizada ha venido orillando cuando no ocultando sistemáticamente. Y aquí no me queda más remedio que remitirme a mi ensayo Nuestro desamor a España: cuchillos cachicuernos contra puñales dorados.

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