Diario de León

LA VIDA CIRCULAR DE MADRES QUE FUERON NIÑAS TUTELADAS

El mismo sistema que las apartó de sus familias les impone la separación. Ellas luchan por recuperar a sus niños. Algunas lo consiguen, otras insisten ante tribunales. Aquí contamos dos historias

ERNESTO GUZMÁN JR

ERNESTO GUZMÁN JR

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León

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HHay circuitos que perpetúan las penurias. Como el de las mujeres que fueron niñas tuteladas por el Estado y pierden la custodia de sus hijas, que pasan a estar también bajo la tutela estatal. No hay cifras oficiales de estas generaciones que se encadenan en la tragedia, porque se pierde el rastro de los jóvenes que abandonan estos centros de acogimiento, unos 4.000 cada año. Pero aquí se brindan dos testimonios de madres que fueron acogidas en «hogares» de protección y que luego han enfrentado un sistema que se llevó a los suyos. Una de ellas, M. J. R., logró el retorno de su hija; la otra, Lydia Mouta sigue luchando por recuperar los tres hijos que criaba con su pareja cuando él, Borja, se suicidó. No estaban casados, no los había adoptado legalmente y terminaron en una casa de acogida, donde siguen.

A finales del año pasado había 49.171 menores bajo la guarda de las instituciones españolas, según el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. La mayoría en «acogimientos residenciales», es decir, instituciones, debido a una resolución administrativa que considera al menor en desamparo. «Se llaman ‘hogares’ pero no lo son, al menos en mi caso», describe M. J. R., nacida en León en 1975 y que estuvo en un centro de menores desde los 5 años hasta cumplir los 18. «El trato era muy duro, un maltrato verbal constante y también nos pegaban, por cualquier cosa. Lo primero era cortarnos la melena a los chico. Parece una tontería pero es algo traumático». Las condiciones de penuria se reflejan en otro dato. Según el Poder Judicial, cada trimestre se registra alrededor de 140 víctimas menores de violencia de género. Emancipados a los 18 años, frente a los 29 de media de los que crecen con sus familias, sin respaldo económico ni afectivo ni de ningún tipo, «entran en un círculo vicioso», asegura Victoriano Fernández, presidente de la Asociación Familias para la Sociedad del Siglo XXI, que presta apoyo a un centenar de mujeres que intentan recuperar la patria potestad de sus hijos. «No se puede asegurar cuántas tuteladas son ahora madres cuyos hijos son tutelados, pero sí conocemos casos. Después de pasar por esos centros en su niñez, lo normal es que formen familias desestructuradas y tengan niños que van a repetir su historia. Será así mientras el enfoque por parte de la administración pública sea llevarse a los niños. Dicen que hay familias que no son adecuadas. Si las hay, debemos ayudarlas».

Un caso en la oscuridad De los menores que terminan en una institución, sólo el 16% es «reintegrado a su familia», según los datos oficiales. Fue el caso de la hija menor de M. J. R. Aunque con su hijo mayor no hubo ninguna intervención del Estado («fue un niño fácil», dice su madre), con la hija menor, que llegó doce años después, sí se inicia un proceso que termina con su hija en un centro de menores, cuando la pequeña tiene nueve años, en 2016. «Ella empieza a portarse muy mal, no quiere ir al colegio, no se quiere levantar ni duchar, nos pega», recuerda M. J. R. «La niña tenía un comportamiento tan malo porque no se le ponían normas. Pasaba mucho tiempo con los abuelos, porque el colegio quedaba en su pueblo y mi marido la recogía cuando terminaba de trabajar».

El colegio se queja ante las autoridades de las tardanzas y la falta de aseo. «Hacen un informe a menores», cuenta M. J. R., que de niña presenció sola la muerte de su madre, vivió trece años en un centro de menores y, después de dar a luz a su segunda hija, tuvo un brote psicótico que la tuvo internada en un psiquiátrico más de tres meses. Los servicios sociales comenzaron a visitarla. «Me tenían muy estresada, no les dejaba pasar sin avisar». Un mes y medio después, según calcula M. J. R., «la llevaron a un centro de menores a cinco kilómetros de León. Me propusieron el mismo centro donde estuve yo, y les dije que ni loca», rememora. «Una vez que te dan ese papel para firmar (la cesión de la guarda) no podía hacer nada para evitar que se la llevaran. Si me negaba me quitarían también la custodia, y perdería los derechos sobre la niña. Recomendados por todos, firmamos mi marido y yo». Seguir las instrucciones Una vez que ingresan a la niña en una institución, los padres buscan un abogado, acuden a las visitas fijadas cada 15 días, y al cabo del tiempo les permiten llevarla a casa los fines de semana, sin pernocta. Los servicios sociales proponen un ‘plan integración familiar’, que implica «tener gente en casa», en palabras de M. J. R. Acepta. Un año después, en julio de 2018, le entregan a la niña, pero debe ver a una psicóloga «tres horas a la semana» y dejar que una asistenta social le ayude con «las tareas de casa y los deberes de la niña». La hija ya es adolescente. El expediente está cerrado. «El suyo es un caso excepcional», mantiene Fernández. Las cifras le dan la razón. La mitad de los menores en centros institucionales sale de allí sólo porque cumplen la mayoría de edad, y otra gran parte porque pasan a ser cuidados por familias. Los casos de madres que intentan recuperar a sus hijos se repiten y se constata con otras historias escuchadas. «Me sustrajeron a la niña», dice M. G. que tiene una hija de 10 años bajo tutela del Estado desde «hace año y medio». Una lucha aún inconclusa También fue una niña tutelada Lydia Mouta, que ahora intenta recuperar a los tres hijos de su pareja, bajo tutela de los servicios sociales cántabros. Los niños se estaban criando con ella y su hermano menor en el momento en que él se suicidó, hace ya un año. Cuando tenía seis años, la madre de Lydia entró a prisión por narcotráfico, y años después renunció a su custodia. Ella, nacida en 1982, vivió en un centro de acogida de Vigo hasta los 17 años, cuando «me echaron a la calle».

Después de un largo y doloroso periplo vital en 2012 se mudó a Basauri, en Vizcaya. Luego conoció a Borja, que tenía tres hijos, a los que los servicios sociales los internan en una institución de Ugao. «Los vimos primero en puntos de encuentro, luego vigilados y después les dejaban salir», recuerda. «Son tres niños. Uno de 18 meses, la niña de dos añitos y el mayor de siete». En diciembre de ese año, se los devuelven, asegura Lydia. «Los niños lo pasaron mal».

En febrero de 2020 ella fue a visitar a Cáceres su madre, con la que mantiene una relación distante. Acababa de tener un hijo con Borja y quería que lo conociera. Llegó la pandemia y el confinamiento. Mientras ella estaba en el sur, los servicios sociales volvieron a llevarse a los tres niños de Borja. Desde la primera tutela, estaban bajo supervisión. Ambos podían visitar a los niños una vez al mes, mientras se resolvía la petición de reintegrar a la familia y se se seguía, con dificultades, el plan de reagrupación de los servicios sociales de Vizcaya. «Él se ahorcó el día que teníamos visita, el 12 de diciembre», recuerda Lydia. «He seguido la lucha sola. Me han denegado el acogimiento familiar. Han usado mi pasado...». Su caso está en los juzgados. Espera la visa oral que ha sido retrasada hasta septiembre

M. J. y Lydia alzan sus voces para descubrir una situación oculta que les destroza y que afecta a varias generaciones de mujeres en situación de vulnerabilidad y desventaja social, indefensas ante la burocracia institucional.

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