Diario de León

Necesidades vitales

La lista de la compra se luce como salvoconducto

La Policía y el Ejército cotejan los comprobantes de los comercios para ver si los ciudadanos que salen viven en el entorno, a la vez que refuerzan el control sobre los transeúntes que deambulan por las calles

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León

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La lista de la compra funciona como salvoconducto en la calle. La notina a boli, en el primer papelín que se encuentra por casa, sirve de atenuante en los controles del Ejército y la Policía. Pero sólo de atenuante. Par que tenga carga de eximente para las patrullas de las fuerzas del orden se requiere acompañarla del ticket del establecimiento. Aunque, si el supermercado se encuentra en Pinilla y el sujeto es interceptado en Cantamilanos, no hay manera de evitar la multa, como la que cursaron los agentes a un ciudadano al que siguieron todo el recorrido. No le sirvió ni siquiera para librarse la presentación como prueba del producto que le había llevado a cruzar la ciudad: un tubo de pasta de dientes.

Más larga es la notina que arruga en la mano Isabel Rodríguez. Leche, pan, fruta, verduras, lechuga… «Si no la llevo, me puedo bloquear», confiesa nerviosa. Llegó el día 10 de Madrid, donde había ido a conocer a su nieto Víctor, que nació con el mes. «Allí están», concede con la voz entrecortada, tras insistir en que «la situación es alarmante, preocupante». «No tenemos protección. Hasta a las Fuerzas Armadas les hacen patrullar sin mascarilla ni guantes», concede, después de avisar de que ella es «enfermera» y al menos sabe «qué medidas» tiene que adoptar y «cómo desinfectar la ropa al volver a casa». «Lo que no entiendo son los que se pueden quedar en casa, no como nosotros, y no lo hacen», recalca, y apunta un abrazo pendiente para la próxima vez, «cuando todo esto se acabe».

Quien sale «obligada» es Mar Montalvo. No había pisado la calle «desde el lunes» y tiene que «hacer compra». No le preocupa encontrar una excusa para bajar, sino una de sus hijas, que «es enfermera en Oncología», y otra y su yerno, que trabajan «en la UME». «Lo primero que hago al despertarme es mandar un mensaje para saber por dónde andan», desvela para dar voz a las familias que entregan a los suyos como vanguardia contra el virus.

Al fondo de la calle se estira la cola de un quiosco en el cruce de La Serna. Fuera se apilan cajas de fruta. En el cajero de la acera de enfrente saca dinero Manoli García, que se autodefine como «la única que da guerra en el barrio». «El ambiente está cada día peor. La gente empieza a estar enfadada una con otra. Hay cada vez más tensión En las colas, por menos de nada, saltan», relata para exhibir las cicatrices psicológicas que empiezan a aparecer por debajo de los festivales de los balcones. «Pon ahí que somos todos unos irresponsables. Andamos sin mascarilla, ni guantes y andamos tocando la fruta. Salimos con la excusa del pan. Si no se acaba es porque somos todos unos irresponsables», porfía Conchi Álvarez. «Pues tú andas igual», le hace ver Yolanda Sánchez. «Todos», apostilla la aludida.

El Ejido se hace Reino de León y este, a su vez, deriva en el casco histórico. Desde la puerta de la ciudad antigua se ve a Martín Álvarez asomado a su balcón de la calle Santa Cruz. Dejó de salir «una semana antes». «No iba ni a jugar la partida al Ideal, que está ahí abajo. El peligro antes de que llegue hay que evitarlo», ilustra, mientras Secundino Pérez asiente desde abajo. No se ve a nadie más en un enclave que rodean tres locales de ocio nocturno. «Por lo menos, tenemos un silencio por las noches que da gusto», suelta con sorna.

A la hora del vino, un sábado, el casco histórico parece el casco histórico un martes de febrero por la mañana. Ni cristales rotos, ni olor a orín, ni traqueteo murguero de las maletinas de ruedas de los vecinos de fin de semana y juerga en los pisos turísticos. «Esta es la realidad», sentencia Rubén Feito, que mantiene el honor de ser la única tienda en la plaza que antes llevaba de forma popular este nombre. Tiene «de media seis o siete repartos a domicilio al día, pero ahora, ninguno». «La gente prefiere llamar al Mercadona, que les lleva el papel higiénico», bromea sin nadie en un radio de 100 metros.

Por la Ancha, donde se parte el casco histórico en dos, sube Enrique López. Va al «comedor de las monjitas». Está de alquiler en una habitación «de dimensiones reducidas», pero para allá vuelve nada más acabar con «la cena» ya para «no tener que salir más». «Aquí cada cual tiene sus problemas y se tiene que saber navegar», mantiene camino de la grada de Puerta Obispo en la que esperan los carrilanos el turno de comida.

Hay menos transeúntes en la calle tras la apertura del pabellón de San Esteban, aunque por la mañana la policía ha afinado para hacer cumplir la orden a los que se escondían en el jardincillo de Papalaguinda. Con la ciudad vacía, estos últimos días, se ha descubierto una realidad que a diario se camuflaba: sin nadie más en la calle se revela que son muchos más de los que creíamos. Media docena de ellos espera a la puerta de las Siervas de Jesús, en la plaza de San Isidoro. Comentan las noticias, lo extraño que resulta que «en Alemania haya tan poco muertos», y se quejan de que a ellos no les hace «caso ni Dios». Pero justo entonces, se entreabre la puertina del convento y, uno a uno, recogen la bolsa con la comida». «Las monjas bastante hacen con lo que nos dan», agradecen. En el quicio queda una de las hermanas amparada en unas muletas con el uniforme de crisis: un mandil apañado con una bolsa de basura negra, unos manguitos improvisados con otro retal de plástico blanco sobre el hábito y unos guantes. «Estamos como podemos, no como queremos», resume. Cada día vienen buscar sustento «más». Quedan 19 religiosas, la mayoría de avanzada edad, algunas de ellas en situación de dependencia, pero entregan «cerca de cuarenta y tantas comidas diarias». «A nosotras no nos ayuda nadie», lamenta. A ver si alguien lo apunta en la lista de la compra como una oración.

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