Diario de León
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nacho abad
León

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Cuando se jubiló comenzó a dedicarse por completo a la pintura, afición que cultivaba desde niño. Al principio pintaba en casa, hasta que los materiales desbordaron el estudio y fueron apareciendo por el salón, en la cocina, en el baño: en todas partes. Un día encontró un tubo de óleo blanco junto al cepillo de dientes; otro, un frasco de trementina al lado del azúcar. Pensó que se había quedado sin espacio y salió a la calle con una silla de pescar, un maletín de pinturas y un lienzo. Se sentó frente a las fuentes del centro. Visitó los parques, los monumentos y los museos. Retrató escenas de la vida en la ciudad: los cafés, los videoclubs, los talleres mecánicos. Elaboró una serie dedicada a las alcantarillas, otra a las cabinas telefónicas. Hasta que decidió viajar al bosque y encontró al fin su vocación. Subió a un autobús con un cuaderno y un lapicero, y de camino descubrió que, en vez de árboles, objetos o personas, quería dibujar trayectos.

Ahora todos los días se sentaba en la parte trasera del vehículo y dibujaba escenas casi idénticas: la espalda de los viajeros sentados en sus asientos, el perfil de alguien que se había girado para mirar por la ventana; el rostro del conductor que lo observaba todo desde el retrovisor. A veces encontraba algo que no era capaz de representar e inventaba una solución que probablemente nadie más comprendería. En una ocasión una joven preguntó al chico que se sentaba a su lado cuál era la última parada. El chico miró el cartel que colgaba sobre la puerta trasera: «Es el bosque», contestó. ¿Cómo representar esa escena en un solo dibujo? Mientras pensaba, repasó con el lapicero de grafito el cordón del zapato del chico. Entonces se le ocurrió una idea: dibujar una mantis sobre ese zapato. Luego, como le sobraba tiempo, hizo un segundo boceto donde la chica apoyaba la cabeza en la ventana, como si estuviera dormida, mientras el chico miraba hacia ella. El insecto había desaparecido. Ese día, al acostarse, el pintor encontró algo bajo la almohada. Con la confusión del primer sueño, creyó que era el insecto. La mitad de su cerebro, que todavía dormía, deseó que así fuera, al contrario que la mitad que seguía despierta. Lo agarró y encendió la luz. Era un lapicero. Sin embargo, se movía como una mantis.

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