Diario de León

Járkov se acostumbra a vivir bajo misiles

La población civil busca la normalidad a pesar de la reanudación de los bombardeos

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León

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Suenan las alarmas antiaéreas en el centro de Járkov. Es un sonido penetrante, incapaz de ignorar. Por si a alguien no le ha reventado el tímpano, va seguido de una alerta a todos los móviles conectados en la zona. Pero los residentes de la segunda ciudad de Ucrania no parecen inmutarse.

«Al inicio de la invasión salíamos corriendo y buscábamos refugio en búnkeres y sótanos. Pero, ahora, hemos aprendido que no tiene mucho sentido hacerlo. Si está escrito y te cae un misil, pues poco puedes hacer. Pero no es posible vivir con miedo durante tanto tiempo, y las sirenas suenan muchas veces a lo largo del día», comenta Ivanka, que continúa paseando a su perro por el parque Shevchenko.

A pocas decenas de metros se encuentra el ejemplo más claro de lo que sucede cuando la alerta está justificada: es el edificio del Ayuntamiento, convertido en una cáscara hueca desde que un misil impactó en uno de los laterales. Las fachadas siguen en pie a pesar del boquete que provocó, pero el interior está devastado. Y lo mismo sucede con numerosos edificios en las calles cercanas. Cuando a las sirenas les sigue el ruido de detonaciones no tan lejanas, los comensales que cenan en el restaurante georgiano Toy Samyy Baranets tampoco parecen tener intención de moverse. Ni siquiera cuando las luces titubean con cada estallido. En el establecimiento cortan la música y una camarera ataviada con el traje típico de Georgia va mesa por mesa advirtiendo a los clientes de que tienen que bajar al búnker del edificio hasta que la alarma sea cancelada, pero sólo unos pocos se mueven. El resto continúa como si nada sucediese, y varios hombres en una mesa incluso se encaran con la joven empleada. «¡No tienes ninguna autoridad para pedir que nos vayamos!», le espeta uno antes de que ella se marche con la cabeza gacha.

Ivan tampoco levanta su chiringuito en la desolada Plaza de la Libertad. Tiene un pequeño tráiler que ha convertido en una cafetería móvil, pero no piensa moverlo por las bombas rusas. «Si nos matan, pues mala suerte. Pero resistir también es hacer vida normal. Nos quieren amedrentar, por eso bombardean sobre todo de noche. Si no lo consiguen, es una victoria para nosotros», comenta mientras prepara un capuchino para llevar. Eso sí, reconoce que clientes no hay muchos. «Con la mayoría de las tiendas cerradas y gran parte de la población refugiada, el negocio no va muy bien», comenta.

Más suerte tienen los pocos supermercados que permanecen abiertos. El de ATB cerca de la colina de la universidad está protegido por sacos terreros y paneles de madera en las ventanas, pero da vida a los vecinos.

«Para que la gente se anime a regresar tiene que haber servicios. De lo contrario, no pueden hacer nada», comenta uno de los cajeros. Muchos de sus clientes hacen cola con el AK-47 al hombro, una imagen que se ha convertido ya en algo habitual en la parte este del país.

«Los militares y las fuerzas de defensa territorial mantienen ahora la economía, pero espero que pronto volvamos a sorprendernos si vemos a alguien con un fusil y ropa de camuflaje haciendo la compra», concluye el empleado nada más despedir a un militar que ha comprado coca-cola y un generoso número de bebidas energéticas.

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