Diario de León

RETABLO LEONÉS

Cualquier tiempo pasado fue mejor

Los sucesos políticos que han traído en jaque a nuestra entrañable ciudad de La Bañeza, y su demostrada capacidad para engendrar y parir alcaldables sin tasa, han hecho retroceder mi particular moviola para rememorar otros tiempos

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Enrique Alonso Pérez - LEÓN.
León

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Para nosotros, las idas y venidas de León a La Bañeza, eran como un reencuentro: no en vano habíamos visto las primeras luces en la casa número 3 de la bañezana calle 14 de Abril -después Alcázar de Toledo-. Por eso siempre hemos profesado una especial querencia al solar de la antigua Bedunia, capital de los bedunios astures, y más tarde mansión en el itinerario romano de Astorga a Zaragoza. Y cada 15 de agosto, por «La Patrona», cumplíamos gustosos el voto familiar de asistir a las fiestas veraniegas. Durante muchos años fue el vínculo que siguió manteniendo vivo el cordón umbilical de nuestros orígenes. Años más tarde, comenzamos también a frecuentar los carnavales, su fama había traspasado las fronteras comarcales, y la provincia entera se volcaba en La Bañeza como auténtica capital de las carnestolendas. Los paseos agosteños, robados al apretado programa festivo, nos llevaron siempre a románticos encuentros con la esencia bañezana. Por la calle Juan de Ferreras, que los viejos llamaban todavía de «La Parra», salíamos hacia el puente de Feraces, tendido sobre la zaya de los molinos, y cuyo arco románico había visto pasar sobre su lomo siglos de «churras» y «merinas» camino de los pastos frescos en las altas brañas montañesas, o sentido el recio caminar de las cuadrillas gallegas, que bajaban a segar el pan de Castilla, y hacían de La Bañeza un final de etapa con parada y fonda en cualquiera de los tres viejos hospitales refundidos con el de La Vera Cruz y después en la fundación legada por Juan de Mansilla en el año 1633. La romería de Santo Tirso Otras veces, encaminábamos nuestros paseos sobre el altozano que domina el río Órbigo, muy cerca de la actual carretera nacional Madrid-Coruña, y podíamos distinguir antiguos restos de la que fue parroquia de San Pedro Perix, que desde el siglo XII compartía la fe de nuestros mayores con la de El Salvador, ambas extramuros de la villa, que desapareció al culto el año 1803, por su inquietante amenaza de ruina. La iglesia de Santa María, construida en el siglo XVI, heredó la titularidad parroquial de la de San Pedro, y comenzó su nuevo cometido el día 30 de octubre de 1803 asistida por el párroco, don Benito Tapia Carballo, que fue puente entre las dos parroquias hasta el 6 de marzo de 1828, día de su fallecimiento. Un año, animados por nuestro buen amigo, José Marcos de Segovia, «el novio de La Bañeza», como le calificaba don Ángel Riesco, el fundador de El Adelanto Bañezano, nos fuimos en mayo a la romería de Santo Tirso. Creo que acertamos, pues todavía tuvimos ocasión de vivir la auténtica salsa de la popularísima cita romera. Desde la víspera, una inquieta mocedad bullía por la periferia bañezana en busca de cabalgadura, y los labrantines, todavía muy abundantes por entonces, aseguraban su asistencia a lomos de las mejores monturas, y trataban de solucionar el problema de los compromisos familiares o amistosos aparejando acémilas y pollinos con los arreos más aparentes. Nosotros, los de la azucarera -nos llamaban así por ser mi padre practicante de la misma- fuimos en una vieja tartana de la empresa. Los 14 kilómetros que separan La Bañeza de la solitaria ermita de «Mestajas», fueron de un colorido que difícilmente sabría describir. Variopinta caravana La variopinta caravana romera ofrecía el más gracioso de los disconjuntos andantes y rodantes: borricos, jamelgos, caballos de buen porte, carros, bicicletas, algún que otro antipático automóvil, y un buen número de andariegos ofrecidos, llenaban la calzada con su presencia y los aires con sus alegres cánticos de ocasión. Gran parte de los romeros, amantes de la vieja tradición iban tomando posiciones en el sugestivo valle, intermedio del camino, para dar buena cuenta de los primeros bocadillos mañaneros, después, reparadas las fuerzas, y animados con el vinillo de las botas, seguíamos el camino con renovados bríos. Gentes del Órbigo, Duerna, Tuerto..., llegaban a la ermita para implorar su particular petición. Casados sin hijos cumplían el antiguo rito de pasar por la puerta de «El Agujero» y pedir después al Santo el remedio a sus esterilidades. Una vez concluida la Misa votiva, la alegre muchedumbre se repartía por las campas que rodean la ermita o en las sombras del vecino encinar, y se mezclaba el aroma del romero y el tomillo con los sabrosos olores a tortilla y chorizo acompañados de generosas lonchas de auténticos jamones de los de antes. Luego, una vez más se cumplía el popular dicho castellano de que la danza sale de la panza, pues a los acordes de las melodiosas dulzainas, sabiamente manejadas por espontáneos virtuosos de Laguna de Negrillos o San Adrián del Valle, mozos y mozas rendían sus cuerpos en el sagrado rito del baile. Y... ¡cuántas veces! El encapotado cielo de mayo, terminaba la función romera con un aguacero inoportuno que aceleraba el retorno. Los cadenciosos compases de un multitudinario coro femenino, ponía en el ambiente el agridulce tonillo de una fiesta acabada. Los caminos, ya a la luz de la luna, oían, una y otra vez, aquella entrañable copla arreglada por el Maestro Odón Alonso: «Vengo de Santo Tirso/ vengo mojada./ Con la manta del burro/ vengo tapada...»

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