Diario de León

Una leonesa en la cima

Una voz para los ‘sin voz’

La leonesa Sonia Robla es la responsable de comunicación de La Corte Penal Internacional, un tribunal en el que se dirimen genocidios o crímenes contra la humanidad y se brinda apoyo a las víctimas

La leonesa Sonia Robla Ucieda, a su llegada a la Corte Penal Internacional, donde comenzó a trabajar cuando se puso en marcha el organismo internacional, en el año 2002.

La leonesa Sonia Robla Ucieda, a su llegada a la Corte Penal Internacional, donde comenzó a trabajar cuando se puso en marcha el organismo internacional, en el año 2002.

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Llegó a la Corte Penal Internacional (CPI) hace casi catorce años. Comenzaba el 2002 cuando la leonesa Sonia Robla Ucieda empezó a trabajar en este organismo internacional con sede en La Haya en que se abordan genocidios, crímenes de lesa humanidad o guerras. «Casos que muchas veces no nos podemos ni imaginar», explica.

En aquel entonces la CPI comenzaba su andadura y apenas se conocía fuera de La Haya, donde tiene su sede. Ahora es uno de los tribunales de justicia más importantes del mundo. Allí Robla es la responsable de la Sección de Información Pública y Documentación. Se encarga, junto a un equipo formado por 35 personas de una veintena de nacionalidades, de gestionar la comunicación, las relaciones exteriores y la información pública en todos los países en los que trabaja la corte, que tiene oficinas en la República Democrática del Congo, Uganda, Kenia, Costa de Marfil, Mali, Sudán y Libia, aunque en los dos últimos sin sede propia.

Comenzó a estudiar Derecho en León y terminó licenciándose en Madrid. Siempre tuvo claro que quería trabajar en el ámbito internacional y no se detuvo hasta conseguirlo. Cuando relata su periplo hasta llegar al tribunal de La Haya se le nota que le apasiona su trabajo, del que asegura que le ha aportado mucho en el ámbito personal.

Su misión es tan compleja como reconfortante. Pone a disposición de personas que se encuentran a miles de kilómetros, en lugares muchas veces recónditos donde la información llega con cuentagotas o directamente no existe, la información sobre sus derechos. Personas que han sufrido y a quienes se ofrece apoyo emocional, al margen del económico y de la labor punitiva contra sus verdugos. «Lo que hago es bonito y muy interesante porque te da otras visiones de la vida y te vuelves más tolerante», asegura. De hecho, afirma casi sin pensarlo que su trabajo le ha cambiado como persona.

Sus retos impresionan. «Si las víctimas no saben lo que tienen a su disposición y cuales son sus derechos, la Corte Penal Internacional no tiene sentido», apunta. Para poder desarrollar esta tarea es necesario manejar varios idiomas, una circunstancia que muchas veces se queda escasa, pues trabajan en lugares en los que también se habla la lengua local y donde la gente no sabe leer ni escribir. Además, se encuentran con retos logísticos importantes, pues a la hora de viajar en esos países el tiempo no se mide en kilómetros, sino en días enteros. Son zonas de conflicto muy calientes donde Internet, la prensa o la televisión no forman parte del presente ni de lejos. Hasta allí llegan con un proyector, un generador y una sábana, con el firme objetivo de dar a conocer su trabajo: sanar el alma de las víctimas en la medida de lo posible. Víctimas «de crímenes horribles que no se pueden ni imaginar. Personas que cuando vienen a testificar y cuentan lo que han sufrido, sientes que estás contribuyendo con tu trabajo a cambiar un poco el mundo», explica Sonia Robla. Precisamente, esa parte solidaria es lo que le apasiona de su trabajo.

Visión paterna

Habla inglés, francés, holandés y español, una formación en idiomas que cultivó desde pequeña gracias al empeño de sus padres, que ha sido clave en su trayectoria. «En mi casa me estimularon mucho con el tema de los idiomas. En aquel entonces no existía Internet y era prácticamente imposible conocer los detalles de lo que pasaba en el mundo. Eran los años del Franquismo y, sin embargo, mis padres tuvieron la visión suficiente para inculcarnos el amor por los idiomas. Si he llegado hasta aquí es gracias a ellos», señala agradecida.

Sus ganas de conocer lo que ocurría en otros lugares del planeta la llevaron a estudiar un máster en Comercio Internacional, a vivir en Inglaterra y a preparar las oposiciones al cuerpo diplomático. Llegó a Holanda con una beca de la Comunidad Europea, pero el ámbito comercial no le atraía, así que acabó en el departamento latinoamericano de Radio Nederland, la emisora holandesa con más renombre. Allí comenzó todo. «Se abrió ante mis ojos un mundo desconocido: el de la política internacional y descubrí que a través de los medios de comunicación podía entrar en ella», argumenta.

Fue la corresponsal de El País y la Cadena Ser en Holanda en los años en los que comenzaron a establecerse los primeros tribunales en un país que siempre ha tenido cierta sensibilidad con los derechos humanos. Robla contó el conflicto de la antigua Yugoslavia cuando era la única corresponsal española en el país. Un caso que fue muy seguido en Europa por su cercanía, pero que no es, ni mucho menos, el más cruel que se ha dirimido en La Haya. «Aquí escuchamos testimonios que conmueven y aterrorizan, que ocurren en África y de los que el resto del mundo no sabe nada de nada porque, simplemente, no interesan».

Asegura que muchas veces no encuentra palabras para describirlos. Es el caso de los ‘ niños soldado’, pequeños que son arrancados literalmente de su entorno familiar para participar en la guerra. «Son niños y son muy manipulables, víctimas que se convierten en verdugos. Cuando vienen a testificar te das cuenta de que, en realidad, no conocen otra cosa, ese es su mundo, pero que también son asesinos. Te crean verdaderos dilemas. ¿Cómo juzgas aun criminal que es también una víctima», se pregunta.

Esta leonesa está convencida de que «hay que ser muy de pueblo para moverse bien en círculos internacionales» y asegura que se lo confirma su propia experiencia. «Cuando no tienes los referentes claros, andas muy perdido por el mundo». Para ella, estos referentes están en León, donde viven sus padres, su hermano y sus amigos de toda la vida. A su ciudad viene siempre que puede y tiene clarísimo que quiere retirarse aquí. Sus hijos nacieron en León y pasan con sus abuelos maternos todas las vacaciones, por eso hablan español perfectamente. Su marido, holandés, conoce las costumbres y la buena gastronomía local. «Él es quien se encarga de comprar el chorizo, la cecina y la morcilla que nos llevamos a Holanda», cuenta Sonia. Lo que más le gusta es ir de vinos. «También me encanta la Semana Santa de León, aunque la veo porque el Jueves Santo en Holanda no es festivo», añade.

Su vida en La Haya transcurre más de puertas para adentro que en España y, aunque echa de menos su país, asegura que es feliz también allí, en una cuidad pequeña en la que la comunidad internacional es enorme, al igual que en su trabajo. En la CPI, desarrolla una labor «que te toca, te hace más tolerante, más respetuoso y que te hace ver que las cosas no son sólo blancas o negras».

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