Diario de León

«Mi familia me culpó de ser violado por un tío y me echó a la calle»

Nabil es el nombre ficticio de un marroquí violado por un tío, repudiado por su familia y perseguido y encarcelado en Marruecos por su condición de homosexual cierra hoy la serie que Diario de León inició el 27 de marzo para visibilizar a las personas que huyen de sus países no sólo a causa de guerras.

Nabil, nombre ficticio del último solicitante de protección internacional de la serie que Diario de León inició el 27 de marzo en las páginas de los domingos. FERNANDO OTERO

Nabil, nombre ficticio del último solicitante de protección internacional de la serie que Diario de León inició el 27 de marzo en las páginas de los domingos. FERNANDO OTERO

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Nabil lleva escrito en el cuerpo el sufrimiento de toda una vida. En el pectoral derecho una cicatriz le recuerda la agresión que le propinó su expareja con un cuchillo. Por debajo de la nuca, un bulto, que no le quieren operar porque lo consideran estética, es producto de los efectos secundarios de la medicación contra el VIH.

Oír su historia duele. Vivirla ha sido «un infierno», como describe en palabras traducidas por su compatriota Amina. «Estoy aquí, en primer lugar, por causa de mi familia y en segundo lugar por mi pareja», explica. A sus 42 años está aprendiendo el abecedario. «Nunca fui a la escuela»

Todo empezó con los abusos sexuales de su tío cuando tenía 10 años. «Me violaba y cuando mi familia conoce estas violaciones se pusieron en mi contra. Le dieron la razón a mi tío y me echaron la culpa».

«La policía de Marruecos a los homosexuales nos hacen todo tipo de terrores cuando nos detienen y reciben con los brazos abiertos a los narcotraficantes»

«Mi familia empezó a maltratarme y me echaron de casa», confiesa Nabil, el nombre que ha elegido para la entrevista porque no quiere ser reconocido. Con la culpa como único equipaje «me encontré en la calle a los 12 años», cuenta. Empezó a frecuentar a homosexuales y cayó en las garras de la prostitución «para poder ganar el pan de cada día». Malvivía de la prostitución. «Dormíamos en las calles porque no teníamos suficientes ingresos para pagar una vivienda propia», relata.

El maltrato que la sociedad marroquí propina a los homosexuales atraviesa todo su testimonio. «Nos pegaban, nos humillaban, nos maltrataban...». Pero incluso peor es el trato que reciben de parte de las autoridades. «Una vez que nos coge la policía también nos pegan, nos insultan, nos llaman pecadores, nos dicen que lo que hacemos no lo marca el islam».

«Cuando mi familia supo que me había contagiado de VIH no me dejaban ver a mi madre ni tocar nada. Me dieron una habitación en el tejado y me prohibieron usar el váter. Me fui a Agadir de nuevo»

Hasta los 18 años se mantuvo en la calle sometido a las vejaciones, las agresiones y en situación de prostitución. «Hasta que un día me detuvo la policía y me encontré encerrado en un calabozo. La policía puso lo que quiso en el informe», relata. Nabil cuenta que fue detenido en la calle, pero en el atestado policial decía que estaban ejerciendo la prostitución en una casa, lo cual es más grave en Marruecos. «Va contra la ley», alega.

«Cuando nos detienen nos hacen todo tipo de terrores, mientras que a los narcotraficantes, que son más peligrosos para la sociedad les reciben con los brazos abiertos», lamenta. En la prisión recibió la visita de su familia. Lejos de una ayuda, recuerda, lo único que recibió fueron «insultos». «Estás en la cárcel por la prostitución», le reprocharon. Después de un mes en la prisión fue a casa de su familia. «No fui bien recibido. Me insultaban». Nabil fue el blanco de su ira. Le decían cosas como «¡vete, maricón de mierda! ¿Qué haces por aquí? Has manchado la imagen de la familia ante los vecinos... Eres un maricón miserable».

Los vecinos tampoco le dieron un trato humano. A los malos tratos y la humillación de la familia se sumaban el acoso en la calle. «Ahí va el maricón», le señalaban, entre otros insultos y golpes. En aquellos días, Nabil empezó a sentir que su salud mental se resquebrajaba. «Decidí abandonar mi ciudad y me fui a Agadir», comenta. De nuevo volvió a encontrar refugio en los círculos homosexuales y se vio otra vez en la calle ejerciendo la prostitución sin ser consciente de que estaba ante otra tragedia en su vida.

«Durante dos meses tuve un amigo íntimo que se llamaba Amin. Él se fue con un cliente a cambio de dinero y después se encontró con una docena de chicos que le estaban esperando. Le violaron en grupo, le pegaron y le torturaron hasta la muerte».

Todo esto lo supo después. «No tenía ni idea de que Amin estaba muerto», afirma, cuando la policía irrumpió en su casa para detenerlo. «Me llevaron a la comisaría y me torturaron y ni siquiera sabía que estaba allí por Amin». Un mes después encontraron a los asesinos, asegura, y le dejaron en libertad. «Fuera de la cárcel me vi de nuevo en la calle porque la casa era de Amin», añade.

Agadir, donde había puesto sus esperanzas de vivir en paz, se mostró como una ciudad donde «tampoco aguantan a los homosexuales. Nos escupen a la cara, nos insultan, nos pegan, nos humillan...». En esta ciudad fue detenido y condenado a seis meses acusado de homosexualidad.

Cuando salió de la cárcel decidió vivir de otro modo. Empezó a buscar trabajo y se topó con el rechazo que hay a los homosexuales en el mundo laboral. «Una vez que se entera el jefe te despiden. Intenté trabajar de un sitio a otro y siempre me despedían por gay», alega.

Otra vez en la calle, conoció a quien se convertiría en su pareja. «Me llevó a su casa, empezamos a convivir juntos como pareja. Él trabajaba en una gasolinera y también se dedicaba a la venta de droga», explica. Su vida fue apacible durante dos años.

«Un día mi pareja estaba paseando en una de las playas de Agadir y se encontró con un bus de voluntarios que hacen el test del sida. Se ofreció para hacer la analítica y le dio positivo. Volvió a casa y me invitó a ver el mar», cuenta Nabil.

En realidad, quería llevarle al autobús para que se hiciera la prueba del VIH. «También di positivo», dice con serenidad. «Desconozco quién contagió a quién. Teníamos relaciones sin medidas de protección», alega. Pero su pareja empezó a culparle y a arremeter contra él verbal y físicamente. Como si todo lo que le había pasado fuera poco, «empecé a vivir un infierno. Ya no lo puedo llamar vida».

«Mi pareja empezó a reclamarme: ‘Me has matado, me has perjudicado, ya no tengo futuro’», le recriminaba constantemente. De los insultos pasó a los pinchazos con todo tipo de armas blancas. «Me escapaba de casa y venía detrás de mí. Me decía que me iba a matar porque le había arruinado la vida. Un día me atacó con un cuchillo grande», cuenta mientras exhibe la cicatriz que tiene en el lado derecho del pecho, de diez centímetros de longitud. «Vino la policía al hospital. Me preguntaron sobre el culpable. Les conté lo sucedido, pero me insultaron y me abandonaron. Me dijeron que todo lo que me había ocurrido era merecido por ser maricón y homosexual»,

En estas circunstancias, regresó a su casa en Marraquesch. «No fui bienvenido y todo el mundo se enteró de que estaba contagiado. No me dejaban tocar nada en casa. Si cogía un vaso lo tiraban o lo rompían», explica. Tampoco le dejaban ver a su madre. «Me decían que la iba a contagiar y me dieron un cuarto en el tejado. Me prohibieron entrar en el váter y me daban vaso y platos de plástico». Aguantó un año en esta situación. «Todos los vecinos me señalaban por ser maricón y contagiado del virus del sida».

Empezó a perder peso, su aspecto cambió y se empezó a sentir mal. Acudió al hospital para empezar un tratamiento pero estaba tan desesperado que se tomó toda la medicación de una vez. «Me rescató un amigo que se llama Hisam y me llevó al hospital». Una vez recuperado, abandonó la casa familiar y volvió a la calle, «compartiendo habitaciones con mis amigos homosexuales o durmiendo en casas de clientes».

Un día le fue a buscar un amigo de parte de la familia. «Pensé que era una reconciliación, pero cuando fui me dieron mi parte de la herencia que repartieron sin mi permiso ni firma». Con el dinero aprovechó para regresar a Agadir, donde se reencontró con su expareja que le seguía persiguiendo y atacando. En una ocasión estuvo a punto de «cortarme una oreja», añade.

Decidió irse al Sahara Occidental, donde pensó que podría vivir con menos recursos. Pero se repitió el rechazo a la homosexualidad. «Empecé a camuflar mi personalidad y a portarme como un verdadero macho y decidí buscar una solución para salir de Marruecos», confiesa.

Con los 4.000 euros que tenía en el bolsillo buscó a traficantes de gente y pagó a uno que le subió a una patera con otras 42 personas. «Estuvimos seis días en el mar. Cuando llegué a Las Palmas mi estado de salud era desfavorable porque no tomaba la medicación y me ingresaron en el hospital».

En los veinte días que estuvo hospitalizado le facilitaron solicitar la protección internacional. De Las Palmas fue enviado a Valencia, donde estuvo dos meses y finalmente le enviaron al programa de protección internacional de San Juan de Dios en León.

«Este año casi lo llamo como una luna de miel», asegura. Después de 42 años de lucha y sufrimiento, sobreviviendo la mayor parte del tiempo en la calle, puede soñar. Le gustaría aprender peluquería y quitarse ese bulto que le ha salido entre la nuca y la espalda. «Si alguien quiere ayudarle...», dice la intérprete.

«Estoy muy contento en España», aunque, a veces, cuando camina, nota el rechazo social: «En la sociedad leonesa hay quien respeta la diversidad pero también hay quien tiene fobia hacia el extranjero. A veces me siento señalado. Esto no lo viví en Valencia», afirma. Alaba los programas y organizaciones que trabajan «por la humanidad. Te escuchan y a veces te solucionan problemas». Además de las clases de idioma y la formación para la inserción laboral ha precisado ayuda psicológica: «Cualquier paciente, aunque esté sonriendo, por dentro sufre muchos dolores», apostilla.

Nabil se declara no creyente, pero cree que el islam es una religión de paz que algunas manipulan a su antojo. «Lo importante es no hacer daño. Ninguna religión manda que te insulten y escupan por ser homosexual», dice con vehemencia, consciente de que la raíz del problema empieza en casa: «Si los propios padres rechazan al homosexual dentro de la familia. ¿Cómo esperamos que la sociedad nos acoja y nos quiera?», se pregunta.

Con su tarjeta roja, la que en contra del sentido habitual de este término le permite estar en España, empieza a pasar página.

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