Diario de León

DESDE EL BALCÓN DEL PUEBLO DE PÉREZ CHENCHO

Chencho

León

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«Tengo la afición dividida: unos se acuerdan de mi madre y otros de mi padre». Así le gustaba definir su vida profesional. Tanta retranca ocultaba sin embargo una cierta aflicción. Porque a Chencho le dolía el dolor.

Debió asomarse temprano al interior de los hombres. Tuvo que ser así. Debió comprender pronto cuál es la esencia del alma. De ahí esa pena sorda camuflada de ironía. Pero ese conocimiento profundo de la entraña de los hombres le convirtió en un columnista con clarividencia.

Él era periodista de raza desde siempre, desde que le nacieron para esta profesión áspera y grandiosa. Y supo transformar, con tiempo y tiento, el contar en interpretar. Convertir casi cada día estas 81 líneas en noticia y verdad. Tal vez por eso tenía a la afición dividida. Por eso, y porque nunca se rindió.

Fue siempre como era. Constantemente inconstante. Metódico en el desorden. Fiel a sus lugares, a sus amigos, a su tierra, a sus raíces. Amaba la vida. Es decir, el espacio de tiempo que se comprende entre una tertulia y otra. Le gustaba más la noche que el día. Y nunca comprendió la incomprensión. Y sí, la afición estaba dividida. No le perdonaron nunca su rebeldía. Y por recordar, no olvidaron nunca un desliz de juventud. Pero quizá, lo que no le perdonaron nunca fue su valía.

Le gustaba describir, con socarronería, la cara de un gobernador civil -tenía nombre: según él, Poncio Pilatos- que montó en cólera con aquel Algo se muere en la provincia hecho a pie de calle y de pueblos en un tándem perfecto con su contrario, un hombre callado, pesimista, puntual, abstemio y metódico pero experto como él en mirar: César el fotógrafo . Una denuncia atrevida y moderna de lo que sucedía en León. La tierra que él tanto amó. Y de la que tanto se dolió.

Le costaba acostarse pero mucho más aún levantarse. ¿Es tan difícil de entender eso? Se recuerda todavía en la profesión aquel «¡levántate, Chencho!» que cada mañana le suplicaba César, cámara en mano, motor encendido. Se aupaban a aquel viejo trasto, él con el pitillo encendido, tal vez el último de aquella misma noche, y marchaban renqueantes a rastrear la provincia.

Son épicas sus crónicas de la Cultural y magistrales sus conferencias. Odiaba a los mansos. Le gustaba llamar maestro a Crémer. Maestro. Una palabra que no me dejó usar jamás. Sentía devoción por su padre, para el que nunca le faltó la memoria, admiración por sus hermanos, pasión por sus hijos y su nieta, y amor por Charo. Se atrevió Chencho a muchas cosas. A contestar en tiempos incontestables. A vivir como quería. A ser como creía.

Fue muchas cosas Chencho. También Premio Nacional de Periodismo. Pero, sobre todo, guía. En aquellas tardes en las que me empeño en dejarlo, en abandonar, en irme. Recuerdo su inmenso cariño y cuatro palabras preñadas de experiencia: «Tú, mañana, vas cantando». Yo apretaba un pañuelo y él, mis manos. Y sí. Canto. Cuando caiga el sol esta tarde, me preguntaré quién va a hacerlo ahora, quien vendrá a socorrerme, quién me dirá que cante. Dominaba la palabra, su instrumento de trabajo. Y, en contra de la opinión de su afición, no la utilizó nunca como arma.

Era grande este Chencho genial que se empeñó en abandonarse y abandonarnos. Hastiado tal vez de saber cuál es la esencia del hombre. De vivir bajo esa certeza.

Déjame que hoy cierre yo tu balcón del pueblo.

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