Diario de León

El cuidado de la vida y su final como valor ético: la Ley de la Eutanasia

Publicado por
Teresa Ribas Ariño, Médica, socia del grupo de León de la Asociación Derecho a Morir Dignamente
León

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En nuestro país, llevamos debatiendo el asunto desde hace ya largo tiempo; ya en 2012 se publicaba en la Revista Española de Salud Pública lo siguiente: «España lleva más de 15 años inmersa en un debate en torno a los aspectos éticos y jurídicos de la atención sanitaria al final de la vida y de las diferentes actuaciones clínicas que pueden realizarse en dicho contexto. Una de estas actuaciones, quizás la que genera más polémica, es la eutanasia, entendida como la producción deliberada de la muerte de una persona que lo pide libremente, por experimentar un sufrimiento que considera insoportable y que es realizada por el profesional sanitario que la atiende habitualmente». Por tanto, el debate no es nuevo, son muchos años y muchas experiencias vividas, que han saltado a la opinión pública y han generado gran controversia.

Según la encuesta de Metroscopia realizada en abril de 2019, el 87% de los españoles, el porcentaje más alto desde 1988, cree que un enfermo incurable tiene derecho a asistencia para poner fin a su vida sin dolor. Entre los encuestados que se declaran católicos practicantes, el porcentaje es del 59%.

«Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes», reza el artículo 15 de nuestra Constitución. Y en ello hay un enfoque legal, médico, religioso, filosófico... Este artículo se ha invocado en numerosas sentencias, a raíz de huelgas de hambre, solicitudes de suicidio y también de eutanasia, etc.

Ese derecho, se dice, es inalienable. Pero, qué quiere decir inalienable? Según el diccionario de la RAE: «que no se puede quitar».

Y en relación a ello, en el artículo 10.1 de la mencionada Constitución, se lee lo siguiente: «La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».

Teniendo en cuenta los valores individuales de cada persona, en lo concerniente a su concepto de vida digna y a su autonomía, y desde una óptica laica, aceptando que ese concepto Vida es subjetivo, para garantizar la dignidad se debería reconocer la capacidad de decidir acerca de cuando y cómo se desea finalizar esa etapa. El individuo, más que quitarse la vida, en determinadas circunstancias, podríamos decir que dispone libremente de ella. Es decir, que el derecho a una muerte digna significa la decisión personal e intransferible de decidir acerca de qué límites de deterioro personal, autonomía y calidad de vida, son aceptables para cada uno. Sin olvidar que la autonomía integra tanto el derecho a la vida, como el derecho a la integridad física y moral. Diría de otro modo que algunos de los derechos que asisten a los seres humanos son estrictamente propios y unidos a esa cualidad de «persona humana» con su pertinente concepto de dignidad, intrínsecamente unido a su libertad y autonomía. Estos derechos son irrenunciables, no prescriben ni siquiera por declaración de incapacidad, no se pueden expropiar.

Hay personas que aceptan voluntariamente su deterioro y su invalidez, y son totalmente respetables y admirables. Hay otras cuya opción es finalizar con un sufrimiento psicofísico que consideran insoportable, y también son a mi juicio bien dignas de respeto. Y son las personas que ante una situación irreversible solicitan ayuda para morir de acuerdo con sus valores. La muerte no es un hecho independiente de la vida, al contrario: son inseparables. Y el colofón de una vida digna debe ser una muerte digna, vivir el proceso final conforme a lo que cada cual tiene integrado en ese concepto.

Argumentar que existe el derecho a decidir el momento de la muerte con libertad de elección y según las propias convicciones, se apoya pues en ese concepto de dignidad, personal e intransferible, que deja de respetarse cuando se impide a la persona por medios legales su forma de afrontar la enfermedad y el final de una vida desgraciada.

Juegan un importantísimo papel en ello las convicciones personales, tanto de quienes están a favor del mencionado derecho, como de quienes están en contra. Y en un país como el nuestro, de tradición cultural católica, la postura de la Iglesia no ayuda a que el debate sea tranquilo. Tan legítimas son unas convicciones como las contrarias, y no deberían utilizarse como arma arrojadiza para censurar y anular las decisiones, o para fomentar controversias que no tienen solución, con descalificaciones morales intransigentes. Por tanto, ante importantes diferencias de interpretación de algo tan íntimo como son las convicciones morales y religiosas, debe prevalecer la relatividad de las mismas y compartirlas con civismo y respeto mutuo . La Constitución española reconoce en su artículo 15 el «derecho de todos a la integridad moral», y en el siguiente «se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos, sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley». Y no puede decirse que la eutanasia, algo tan privado e individual, regido además por la voluntariedad del actor principal, vaya a alterar el orden público.

La Ley de eutanasia no obliga a nada ni a nadie. La decisión es voluntaria, individual, revisada por dos médicos y una Comisión pluridisciplinar. Nadie puede ser obligado ni sometido a ella. Por contra, aquellos que no están a favor de esta Ley, obligan a sufrimientos insoportables (requisito para que se aplique la eutanasia), a aquellas personas que si la aceptan y que verían finalizado su martirio y su penar con su aplicación.

Otro aspecto a tener en cuenta es el concepto de sufrimiento: el sufrimiento insoportable no sólo es dolor físico. En las enfermedades degenerativas e invalidantes, es un error centrar el sufrimiento en el dolor. Éste, hoy en día, se puede evitar y calmar en gran medida en prácticamente la totalidad de los casos, si bien hay algunos refractarios al tratamiento. Además del dolor físico, está el sufrimiento psíquico para el cual cada uno tiene sus propios límites. Y ahí entran las emociones y las pérdidas: de autonomía, de dignidad , de autoestima. Se deben tener muy en cuenta aquí aquellos procesos neurodegenerativos que llevan acarreado un grave deterioro de las facultades mentales, y del propio concepto de persona y de su enfermedad, así como la imposibilidad de reconocer a los seres queridos. Todo ello es de hecho una gran carga de tormento físico y psicológico que cualquiera con sus facultades intactas calificaría de intolerable.

Las personas enfermas son quienes están más interesados en su posible sanación, por su vida y por su salud. Y ante una situación irreversible, son quienes tiene el derecho de gestionar, o ayudar a ello, su manera de despedirse: Quienes solicitan ayuda para morir, lo hacen tras largas y profundas reflexiones , de una forma madura y no repentina. Y esa reflexión y decisión se lleva a cabo ante una situación de enfermedad irreversible y de muerte próxima.

No parece justo el afirmar que mediante la eutanasia se le quita la vida a una persona. La vida la quita la enfermedad y el deterioro. Salvo conocidas excepciones (accidente, muerte súbita por infarto, etc) , morir no es algo que suceda de manera simple e instantánea, sino más bien es un devenir en el que desemboca la vida. La eutanasia no se pone en práctica si el paciente no la solicita , de manera consciente, repetida y libre. Y esa solicitud tiene una única finalidad: ayudar al enfermo a llevar a cabo lo que su dignidad estima y no puede realizar por si mismo.

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