Diario de León
Publicado por
Óscar M. Prieto. Escritor
León

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Aunque desconocemos la fecha de los sucesos que vamos a relatar, sí sabemos el lugar en el que sucedieron: Naucratis —Egipto—. También conocemos los nombres de los protagonistas: Theuth, de condición Dios, y Tahmus, Faraón de Egipto. Con esto sería suficiente para darles carta de veracidad a los hechos que vamos a ver a continuación, pero, para los santotomases que anda por el mundo descreídos, añadiré que es Platón quien nos los transmite y, qué queréis que os diga: Yo siempre pongo la mano en el fuego por Platón, sobre todo cuando se trata de un mito.

Theuth, generoso con los hombres, les entregó el número y el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados. El proceso era el siguiente: iba mostrando sus artes a Thamus, antes de ser entregadas a los egipcios, y el Faraón, en función de su utilidad y beneficio, las aprobaba o no.

Cuando el Dios, le ofreció las letras, dijo Theut: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como fármaco de la memoria y de la sabiduría».

Para su sorpresa, Thamus le contestó que no lo veía nada claro, porque —y estas fueron sus palabras— «es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria. No es fármaco de la memoria, sino simple recordatorio. Apariencia de sabiduría, que no verdad».

Aunque el Dios no se esperaba esta respuesta, en lugar de indignarse, continúo escuchando, sin embargo, pues intuía que Thamus aún tenía algo que añadir. Esto fue lo que el faraón le dijo: «... Parecerán que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes y difíciles de tratar».

Hubo un silencio entre los dos, una vez que se hubo dicho todo esto.

Pensemos en ello, también en silencio, antes de abordar el artefacto. Al menos un instante. Tenemos ese instante para perderlo, sí.

Hagamos por un momento un ejercicio de imaginación. Vamos, no es tan difícil y es muy saludable. Desmontemos los complejos decorados y sus oropeles, los doraros y truenos que actúan como heraldos, la luz cegadora y reveladora y las voces como de otro mundo («… y si después queda algo todavía, eso será la poesía» León Felipe).

Imaginemos ahora que estamos en un concesionario de automóviles. Imaginemos que en lugar de estar tratando sobre astronomía, geometría y letras, estamos negociando la transacción de un vehículo, un utilitario incluso. Todo muy cotidiano. Cambiemos por último, para completar el tropo, a los personajes. Que en lugar de Theuth, dios, sea un vendedor de coches, por ejemplo Jean Paul. Qué Thamus, se llame Sabine y no sea faraón ni faraona. —Fuera, tras los inmensos ventanales, un cielo plomizo y gris, como corresponde a las tierras flamencas, quizás llueva, o no—.

Este es el diálogo:

Jean Paul: Además, lleva navegador incorporado.

Sabine: ¿Navegador? ¿Qué es eso? No quiero el coche para navegar.

Jean Paul: Jajaja, qué simpática es usted. Con este instrumento, el navegador, nunca se volverá a perder.

Sabine: ¿De verdad?

Semanas después de haber cerrado este negocio, tal vez meses o años —aunque más bien me decantaría por días—, el hijo de Sabine le encarga a ésta que vaya a recoger a su novia a la Estación del Norte, en Bruselas (la misma estación a la que llegó Paul Valery en el verano de 1873, huyendo de su amante Rimbaud, por el que había abandonado a su mujer y a sus hijos).

Desde Erquelinnes —localidad donde vive Sabine— a Bruselas, sólo hay una distancia de 32 Kilómetros y en completarla no se emplean más de 40 minutos. Confiada en la palabra de Jean Paul —nunca se volverá a perder— y en el navegador, Sabine recorrió 1.450 kilómetros, los que separan Erquelinnes de Zagreb, pues fue allí donde terminó, después de más de doce horas de viaje y tras haber repostado varias veces.

«Vi señales de tráfico en francés y en alemán. Pasé por Colonia, Aquisgrán, Francfort... pero no me hice ninguna pregunta. Pise el acelerador y continué conduciendo».

Sabine, Sabine, Sabine, ¿qué habías desayunado esa mañana?

«No me hice ninguna pregunta», declaró. No se hizo preguntas. Este, precisamente este, es el antídoto que nos preserva contra cualquier forma de inteligencia. Hagámonos preguntas. Por ejemplo, por qué motivo se pretende ahora excluir la Filosofía de los planes de estudio en la educación secundaria. ¿Será para que no nos hagamos preguntas?

Salud.

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