Diario de León
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CUARTO CRECIENTE. CARLOS FIDALGO
León

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La hiedra se comía los muros de la galería oriental del monasterio de San Pedro de Montes hasta hace dos décadas. La planta leñosa trepaba por la fachada en ruinas del cenobio, se metía entre las piedras, carcomía la arquitectura del siglo XVIII y amenazaba con derrumbarlo todo.

Hoy apenas quedan algunas ramas secas mientras los obreros consolidan la galería para convertir la zona más ruinosa del monasterio en un centro de estudios, una suerte de albergue donde meditar, en la mejor tradición del monacato medieval, y, si la Fundación del Hospital de la Reina que promueve los trabajos no cambia de idea, también una sala polivalente donde los últimos habitantes del pueblo de Montes de Valdueza se reúnan para organizar actividades.

Parece un milagro que san Fructuoso pudiera erigir en el siglo VII el primer oratorio dedicado a San Pedro Apóstol entre los montes Aquilianos —una zona todavía hoy de acceso complicado por carretera—, del que surgió después el monasterio. Y casi parece un milagro también, creencias al margen, que en medio de tanta decadencia, las administraciones hayan puesto un millón de euros para recuperar una parte de un conjunto que llevaba abandonado desde el incendio que sufrió a mediados del siglo XIX, poco después de la desamortización de los bienes de la Iglesia y la exclaustración de los últimos religiosos.

Un millón de euros, sin embargo, no dan para mucho en un monasterio tan grande, donde queda todo por hacer, y donde, a la espera de que concluyan las obras en la galería oriental, solo mantiene su uso la iglesia; un templo que tampoco se libró del expolio de cazatesoros como el famoso Erik el Belga, que en los años ochenta se llevó algunas tallas de su interior.

«Es un lugar parecido al Edén», escribía San Valerio, sucesor de San Fructuoso, de la ladera soleada donde se edificó el primer monasterio, «vallado por montes gigantescos» y que, sin embargo, estaba lejos de ser un sito lóbrego y sombrío. Un lugar «tan apto como el Edén para el recogimiento, la soledad y el recreo de los sentidos», decía el eremita hace mil quinientos años. Y lo extraño es que hayamos tardado tanto en apuntalar el Paraíso.

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