Diario de León

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Cuando mi amigo Carrión se confronta con situaciones o demandas colectivas, difíciles de comprender, suele manifestar: «Pero, ¡estamos locos!». Le miro, sin decir que sí ni no, para dejar que la conversación se disipe en un punto que permita salir del enredo.

Pero, efectivamente, todo el mundo delira, aunque haya delirios que matan y destruyen sin ninguna consideración, perturbando de modo drástico nuestra convivencia y el porvenir de la aventura humana, y lo que es peor, haciendo caso omiso de los errores de la historia motivados por el ímpetu de nuestro empuje destructivo. Esta reflexión, suficientemente conocida por todos, no impide sin embargo la nueva espiral de desvarío que vivimos, a propósito del «Armagedón nuclear», sin que nadie sea capaz de enjuiciar con palabras esclarecedoras el nuevo marco de guerra que se anuncia. Y, aunque todos lo sufrimos e intuimos, guiados por la escalada de noticias, poco hacemos al respecto, ¿no?

No cabe duda de que los medios son cómplices de la situación, al incidir más con imágenes que con palabras críticas, la verdad de la contienda. Nada que ver con los noticiarios edulcorados y grises de nuestra infancia en el mundo de ayer. Ahora todo debe ser visto y oído, una y otra vez, para saturación de los sentidos, pero sin un matiz iluminador que permita conocer los diferentes enredos, tanto como el posible tratamiento de sus causas, demasiado complejas para la mente hipermoderna.

Lo cierto es que todo parece servir, como en la Antigua Roma, para pervertir la mirada de una población demasiado entretenida con el mal del otro, sin poder captar lo que verdaderamente está en juego en todo esto

Ahora bien, de poco sirve intensificar el miedo o el goce de la población mediante el amplio abanico de decorados cada vez más trágicos y mostrados sin ningún pudor, salvo para acrecentar cierto grado de impotencia frente al dolor, la miseria, la ruina o la muerte de nuestros semejantes, tanto como hacia nuestro destino. Aunque también cabe la posibilidad de que alguna mente demasiado interesada vislumbre la opción de que todas estas imágenes escalofriantes sirvan para vacunar o para desviar la atención desde la cotidianidad hacia el inframundo ajeno.

Lo cierto es que todo parece servir, como en la Antigua Roma, para pervertir la mirada de una población demasiado entretenida con el mal del otro, sin poder captar lo que verdaderamente está en juego, en todo esto. Luego sobran imágenes y faltan palabras que alumbren en la oscuridad.

Pero quizás lo más perturbador de todos estos asuntos bélicos, catástrofes o desenfrenos pasionales que ceban nuestra mirada diariamente, sea el grado de anestesia que se ha ido produciendo en la comunidad, y el modo en cómo cada uno vive ahora, en su particular burbuja, sus propios sueños. Poco parece importar ya nada, ni siquiera el valor efímero de nuestra existencia, dominada ahora por el velo de una negación que configura la falsa percepción de que el mal es siempre un asunto del semejante o de que la muerte nos es ajena porque, como conocemos, «El infierno son los otros».

Y si no mediten por un instante acerca de qué hace la población en medio de todo este estrépito que nos asola, a qué se dedica, en qué gasta su tiempo o su pensamiento.

En ocasiones, mirando con cierta complicidad silenciosa este destino trágico que parece haberse asentado de modo imperturbable en nuestras vidas, o aceptando el funcionamiento burocrático de nuestro mundo mientras la mente deja fluir toda esa falsa promesa de sueños imposibles.

Nada que ver con las respuestas o luchas del pasado en las que parecía hacerse frente el delirio de los poderosos y sus maquinarias de guerra: «Paz y amor», «Mayo del 68», «Otan no», «14-M», «No a la guerra»… Ahora todo parece reabsorbido en un magma de confort confuso, tan sospechoso como frágil, sacudido por el estruendo de voces que alimentan una maquinaria de destrucción masiva. Y ya sabemos lo que decía Celine en su novela Viaje al fin de la noche : «Cuando los grandes de este mundo empiezan a amarnos (a hablarnos) es porque van a convertirnos en carne de cañón».

Manifiesto todo esto porque el Sr. Biden ha anunciado recientemente, con total impunidad, que «El Armagedón nuclear está más cerca que nunca», sin que esto haya precipitado una respuesta adecuada por parte de nadie, como si tal locura fuera asumida por el conjunto de la población sin rechistar. Luego, ¿estamos locos?

No hay más que ver cómo este aviso terrorífico del «amigo americano», se ha visto tapado instantáneamente por la polémica y el culebrón noticiero de estudiantes vociferando a las muchachas, objeto de su atención, pero ciegos, por completo, a la verdadera situación convulsa de nuestro mundo.

Por supuesto que más allá de cualquier explicación basada en la broma, anécdota o ritual, francamente denigratorio, lo sucedido muestra claramente el reflejo del insulto. Y, como ya conocemos, todo insulto a la mujer está en relación con lo innombrable de la feminidad, de ese «ser mujer» que no alcanzan las palabras, y que resulta tan difícil de aceptar, no sólo a los hombres sino también a las propias mujeres, tal como nos muestra la clínica. Pero dada la dimensión del conflicto bélico que vivimos y sentimos en diferentes planos, amén de los muchos otros problemas nacionales que nos embargan sin solución, ¿es este asunto tan prioritario como para convertirlo en fuente periodística y clamor de la población?

Si nuestro Valle-Inclán estuviera vivo no cabe duda de que todo este desvarío en el que nos encontramos como país, le serviría para configurar una vez más un marco esperpéntico hispano, en el que jóvenes estudiantes y ancianos muertos durante la pandemia andarían sin saber qué cartas jugar, mientras gobernantes enzarzados hablarían de sus asuntos a la luz y el estruendo de bombas que se ceban con multitud de inocentes… ¿Estamos locos pues?

Efectivamente, querido amigo, estamos locos, o lo que es lo mismo, cada uno en su mundo y el Otro en el de cada uno de nosotros, sin verdaderamente sospechar que cada ilusión o esperanza individual es siempre efímera, porque la pesadilla y el horror, como anuncia el Sr. Biden, están cada vez más cerca o, al menos, es lo que quieren hacernos creer.

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