Gente del Bierzo

Burro amenazado | pancho purroy

La gente del Bierzo se diferencia de la del resto de León por su nervio, un halo de locura y cachondeo que hace del berciano el alma mediterránea y farandulera del norte de España. Ya lo notan los peregrinos del Camino: nada más bajar del alto de Foncebadón, al llegar al Acebo, empiezan a beber más vino, ligan sin parar y se arrancan a canturrear, sin que les duelan las ampollas del pie. Dicen los geólogos que hay en el conjunto de cuarcitas y pizarras de los Montes Aquilianos una serie de efluvios telúricos que exaltan tanto a los nativos como a los foráneos.

Basta recordar a Prada a tope, jocundo personaje que empezó vendiendo orujo a los esquiadores de San Isidro, a lomos de su vetusto Cadillac adornado en el parachoques con un cráneo de una vaca de Miura y que, ahora, de famoso empresario, se le ocurre inventar el biermut, vermut autóctono que te pone como una moto por la sobrecarga de raíces de genciana que lo adoban. Que el alcalde roquero de Oencia, con su sombrero de cuero y el guitarrón, sea del PP en vez de comunista, y se forre autorizando pizarreras sobre sotos de castaño, solo puede ocurrir en una aldea del Bierzo. La oleada de antaño fieles esposos que saltan de su santa a los brazos de colombianas y africanas no se conoce ni en las fresaledas de Almonte. Ya el año pasado, avisado por los colegas ecologistas de Tyto Alba, que observaban atónitos como las cigüeñas volaban haciendo volatines y las cornejas emitían graznidos propios del fin del mundo, me llamó la atención un aromático olor que perfumaba la Hoya, como si mil fumetas de marihuana de Jamaica y Malasaña le dieran al canuto de la risa. Como un perdiguero de Burgos, siguiendo el rastro drogodependiente, la fumata manaba de la chimenea de Compostilla, central a la que la guardia civil había llevado un alijo de fardos de hachís incautados para su incineración. Para más calentón, el ruido de los cientos de molinos eólicos del monte, lleva al Bierzo al clímax tarumbo.