Diario de León

Jackie Kennedy y la diplomacia de la Mona Lisa

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En las fotografías, la química entre Jackie Kennedy y André Malraux resulta insuperable. Guapos, inteligentes, irresistibles… Uno incluso se pregunta si llegaron a ser amantes. Él era un encantador de serpientes, ella la encarnación misma del glamur. En André Malraux. Una vida (Tusquets, 2002), Olivier Todd nos dice que la primera dama estadounidense «flirteó con el tenebroso y seductor ministro de Cultura». Se habían conocido en la visita oficial que JFK hizo a París, poco después de llegar a la Casa Blanca. Siempre de buen humor, se había presentado ante los periodistas como el tipo que acompañaba a Jackie. Sus palabras no eran una simple galantería: halagaba astutamente a un público que sentía fascinación por su elegante esposa.

La señora Kennedy estaba en su elemento. No solo su familia era de origen galo, tal como refleja su apellido de soltera, Bouvier. Su formación se distinguía por un sesgo fuertemente francófilo. Hablaba con soltura el idioma y conocía bien la cultura, por lo que nadie tenía que explicarle, por ejemplo, en qué consistía el premio Goncourt. Ahora tenía la oportunidad de admirar a los maestros impresionistas, en el Jeu de Paume, con un guía de excepción como Malraux. Poco después, en la Malmaison, hizo un comentario sobre el extraordinario destino de Josefina Bonaparte. Su anfitrión lanzó entonces una réplica iconoclasta: «Un verdadero mal bicho».

Ambos se habían caído bien. ¿Por qué no aprovechar la fluidez de su relación para mejorar la sus respectivos países? De Gaulle no se acaba de fiar de los norteamericanos y estos no se sentían demasiado cómodos con un aliado que demostraba una tendencia irritante a actuar por su cuenta. Pretendía que Francia tuviera un arsenal atómico propio para no depender de Washington en cuestiones de defensa si llegaba a estallar un conflicto con el bloque comunista.

A su regreso a Estados Unidos, Jackie se convirtió en la presidenta honoraria de la Sociedad de Relaciones Culturales Franco-Norteamericanas. Deseaba que Malraux les devolviera a los Kennedy la visita y por eso, durante varias semanas, se dedicó a preparar puntillosamente su llegada. El célebre escritor disfrutó de un recibimiento digno de un monarca, dentro de una operación de imagen que no solo debía beneficiar a las relaciones bilaterales.

La Casa Blanca estaba más que interesada en aparecer ante el mundo como protectora de la alta cultura, por lo que no dejaba de invitar a intelectuales y artistas de gran calibre. El violoncelista español Pau Casals, sin ir más lejos, daría allí uno de sus conciertos. Como señala la historiadora Hélène Harter en Jackie Kennedy. Un destin américain (Calype Éditions, 2022), la mayor parte del tiempo de la primera dama se iba en organizar este tipo de actividades. Ejercía, de facto, como ministra de cultura en una nación donde ese ministerio no existía.

Cuando se planteó la posibilidad de que la Mona Lisa, el cuadro más célebre del Louvre, pudiera ser prestado a Estados Unidos, Malraux manifestó de inmediato su apoyo a la iniciativa. En París, los conservadores del museo pusieron, como era de esperar, el grito en cielo. Consideraban inaceptable que una obra maestra tan mítica se expusiera a los riesgos de un viaje. La razón de Estado, sin embargo, consiguió aparcar el criterio de los expertos. Según Malraux, era cierto que el peligro, aunque exagerado, existía. Pero más peligros habían enfrentado los soldados norteamericanos que se habían jugado la vida, en la Segunda Guerra Mundial, para liberar Francia de los nazis. Su valor había salvado también a la Gioconda.

A los estadounidenses, por supuesto, les encantó que alguien les diera las gracias en términos tan efusivos. De inmediato se desató el entusiasmo por la obra de Leonardo y cerca de 1.700.000 visitantes acudieron a la National Gallery de Washington para contemplarla. La parte mala era que cada uno de ellos contaba muy poco tiempo para deleitarse con la sonrisa más famosa de la historia de la pintura. Apenas doce segundos.

Durante las negociaciones previas, la parte francesa había reclamado que barcos de guerra rindieran honores militares al lienzo. Kennedy se opuso, pero, en todo lo demás, actuó como si tuviera que recibir a un jefe de Estado. En la ceremonia de inauguración tuvo que sobreponerse a un inconveniente inesperado, la avería de un ascensor. Para un hombre con problemas de espalda tan graves, subir a pie al segundo piso no representaba un inconveniente baladí.

Durante el acto, como era costumbre, se intercambiaron halagos. Malraux dijo que había prestado la Mona Lisa a los estadounidenses «porque ninguna otra nación la habría recibido como ellos». A su vez, JFK aprovechó el momento para lanzar un mensaje al general De Gaulle, envuelto, eso sí, en finura humorística: «Quiero dejar claro que, aunque estemos agradecidos por el préstamo del cuadro, seguiremos avanzando y haciendo un esfuerzo para desarrollar una fuerza, una potencia artística independiente».

Ironizaba, claro está, acerca del empeño de general De Gaulle por ser autónomo en el complicado tablero de la Guerra Fría. Su objetivo consistía justo en lo contrario, en asegurar la coordinación entre Washington y París frente a los desafíos que planteaba la Unión Soviética. En la práctica, nada de eso iba a suceder. Aunque el viaje de la Gioconda supuso un éxito mediático incontestable, la distancia entre la Casa Blanca y el Elíseo no se redujo lo más mínimo. Eso no quita, de todas formas, para que se pueda afirmar, en un guiño a Clausewitz, que el Arte supuso en esta ocasión la continuación de la política por otros medios.

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