Diario de León
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paz cabanas
León

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La enfermera me mira y me pregunta si me he planteado perdonar. He estado hablando de mi experiencia como expaciente en el I Congreso Internacional de Humanización de Cuidados Intensivos celebrado en Valencia (donde, por cierto, no vi ni un solo médico leonés) y no sé qué responderle. Su mirada es limpia y hermosa, de una extraña serenidad, estamos en Semana Santa, todo invita a conmemorar la clemencia y renunciar a la hiel del rencor; pero algo me bloquea.

Les contaba que en aquellos meses hospitalizado había sido testigo de actos generosos, pero también víctima de conductas infames: la auxiliar a quien había suplicado que no me hiciese daño (yo solo podía mover la cabeza y sufría dolores inauditos) y me había escupido, literalmente: «¿Y si te pego una hostia?»; o el enfermero de la UCI que, después de entretenerse con su móvil, me había hecho las curas a la carrera y había soltado antes de que entrara mi familia: «¡Vaya pana que le hemos dado a este tío!», provocando las carcajadas de sus colegas. Lo recordaba y me ardía la sangre. ¿No eran ellos los que debían dar el paso, fuese conmigo o, como cabía sospechar, con otros pacientes? Me puse a reflexionar en lo insólito que es solicitar perdón en estos tiempos y no digamos en España: yo todavía estoy esperando a que dos expresidentes pidan disculpas por que bajo su mandato se crearon los GAL y participamos en una guerra atroz. Y estos otros panolis que ahora se postulan para gobernarnos, ¿se molestarán algún día en pedir perdón por el daño que están haciendo a la democracia con sus mentiras, su discurso irreflexivo y hostil, y sus ofensas constantes? ¿Se preguntarán si mereció la pena emponzoñar el debate público hasta convertirlo en una ciénaga donde todo valía? La enfermera me mira esperando una respuesta, que sin duda merece, pues es de esas personas que conjugan la vocación y la profesionalidad en un sector vapuleado por cirios y troyanos.

Tal vez, lo que me quiere transmitir es que la clarividencia y el aliento están en quien perdona cuando no cabe exigirle que lo haga, cuando la humillación que sufrió fue, precisamente, imperdonable. La pequeña sala donde he estado dando la charla se despeja lentamente y me quedo un rato a solas, evocando la sonrisa de esa mujer que, seguramente, ha debido consolar a muchas personas en momentos duros. Qué difícil es olvidar los agravios, pienso, cuánto cuesta pasar las páginas de los libros donde se escribieron nuestras desdichas. Me lo digo en la cafetería del hospital, donde un barullo de sanitarios acude a reponer fuerzas después de una jornada agotadora. No creo que pueda perdonar. Pero me gustaría decirle que personas como ella me lo hacen más fácil.

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