Diario de León

La salvación de no tener salvación

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El mundo, para Arturo Pérez-Reverte, es un lugar hostil, frío e implacable. El hombre, un ser egoísta y brutal, una auténtica bestia con la que somos muy amables cuando decimos que es un lobo para sus congéneres e insultamos de esta forma a los pobres lobos, esos asesinos honrados que matan para sobrevivir y no por el placer del sadismo. A esta conclusión, como es sabido, el conocido y polémico escritor llegó después de una dilatada carrera como corresponsal bélico. No habla de oídas, conoce el percal de primera mano porque la guerra, como él mismo ha dicho, proporciona otra forma de mirar, un punto de vista desde donde intentar comprender la naturaleza predatoria de nuestra especie.

Pérez-Reverte ha reflejado esta antropología pesimista en muchos de sus libros. Teresa Mendoza, la protagonista de  La Reina del Sur , nos dice que sólo está segura de tres cosas acerca de los seres humanos: matan, recuerdan y mueren. Y el croata Ivo Markovic, en  El pintor de batallas , novela oscura como pocas, se expresa con mayor amargura si cabe: la inventiva de la gente para la brutalidad carece de límites. Markovic también sabe lo que habla: ha sufrido en sus carnes la guerra de Yugoslavia y presenciado toda clase de vilezas. Los serbios han asesinado a su esposa, después de violarla, y ensartando a su hijo de pocos años en una bayoneta.

En abierto desafío al cristianismo, el novelista cartagenero proclama que no somos especiales sino unas bestias entre tantas. Si somos reyes del planeta, solo es porque hemos tenido más suerte y más astucia. Como animales que somos, nuestra actuación no se guía tanto por la razón como por los instintos, entre ellos el de poder. El comportamiento normal de cualquiera de nosotros sería el de la guerra de todos contra todos si no fuera porque la sociedad, a través de la civilización, pone un freno a nuestras inclinaciones naturales. Freno, por lo demás, muy débil. Si se priva a un grupo de personas de lo imprescindible, pronto abandonarán su comportamiento habitual para destrozarse entre ellas.

¿Demagogia de un aguafiestas amargado? No, por desgracia. La Historia nos proporciona demasiadas pruebas que confirman estas opiniones sombrías. Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, la vida en la derrotada Alemania se había convertido en un trágico sálvese quien pueda. Personas en apariencia respetables, a las que en otras circunstancias cabía imaginar como ciudadanos ejemplares, no tenían más solución que delinquir empujadas por la dura ley de la supervivencia. El testimonio del director del Departamento de Justicia Juvenil berlinés, por ejemplo, nos confronta ante una realidad tan incómoda como angustiosa: «Es asombroso, pero incluso entre los aprendices y los estudiantes universitarios, la propagación de la delincuencia va en aumento… Sólo la necesidad más extrema, provocada por el bloqueo del hambre británico, puede haber borrado en la juventud alemana la vigorosa conciencia del bien».

El historiador Geoffrey Regan comenta estas palabras con una frase que bien podría suscribir el propio Pérez-Reverte. «Cuando la supervivencia está en juego cualquiera se siente tentado a prescindir de imperativos culturales como la ley o los derechos de propiedad». William Craig, en su estudio sobre la batalla de Stalingrado, no se pronuncia con mayor optimismo: «El hombre aspira a la grandeza, pero demasiado a menudo sus esperanzas quedan sumergidas por el instinto primario de sobrevivir a cualquier precio»

En abierto desafío al cristianismo, Pérez Reverte proclama que no somos especiales sino unas bestias entre tantas. Si somos reyes del planeta, solo es porque hemos tenido más suerte y más astucia

A su vez, Timothy Garton Ash ha reflexionado sobre los peligros de la «descivilización», término que tomó prestado al novelista Jack London. Él también cree que eso que llamamos civilización es como una fina lámina peligrosamente quebradiza. Si nos quitan la comida, el agua y la seguridad personal, pronto nos sumergiremos en la anarquía. Lo que sucedió en Nueva Orleáns, tras el paso del huracán Katrina, podría ser una pequeñez en comparación con el caos que se generaría si una gran zona del planeta se viera azotada por una catástrofe natural imprevisible, fuera una inundación, una tormenta, o una oscilación térmica.

Pérez-Reverte utiliza a menudo la metáfora del frío para expresar que los seres humanos somos desvalidos, indefensos. Nos encontramos, nos guste o no, a intemperie. En determinados momentos de la vida podemos sentirnos seguros, a salvo, pero todo es una ilusión. El horror de la existencia siempre está al acecho y amenaza con colarse en nuestra burbuja hecha de falsas seguridades. La felicidad no es más que un espejismo, una situación de anormalidad. Como piensa Teresa Mendoza en  La Reina del Sur,  la vida es a veces tan hermosa que no se parece a la vida.

Así las cosas, sólo queda un camino: No tener esperanza. Porque la esperanza te hace vulnerable al implicar la posibilidad del fracaso, del sufrimiento. Por suerte, un ataque tan frontal a cualquier sentimiento optimista no se traduce, como se podría sospechar, en conformismo o resignación. Todo lo contrario. Tenemos que pelear, aunque sepamos que al final vamos a perder. Porque, como dice Virgilio en  La Eneida , «la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna». No sin cierto estoicismo, Pérez-Reverte cree que en el hecho de mirar el mundo e intentar comprenderlo supone, por así decirlo, una forma de redención. No encontramos consuelo a la existencia en los resultados de nuestra búsqueda sino en la búsqueda en sí. El absurdo del universo se transmuta así en algo de paz. Lo saben, sin ir más lejos, todos los que se dedican en serio a trabajar por la cultura y el conocimiento. Son conscientes de que la banalidad de los influencers, de la sociedad en general, va a ganar la partida, pero continúan en un combate contra toda lógica de costes y beneficios. El simple hecho de abrir un libro o visitar una exposición es ya, para ellos, un acto de resistencia.

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