Diario de León

FRAGUA DE FURIL Manuel Cuenya

Lo provinciano como infierno

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No hay nada más estúpido y ególatra que mirarse al ombligo desde el altar de lo provinciano. El nacionalismo local como expresión de embrutecimiento y regresión. Lo provinciano como infierno en el que arden las crueldades más hirientes. La crueldad como forma de vida, si no la única, sí la que nos venden. No cabe duda que la historia de la infamia se repite. Este mundo se ha vuelto definitivamente loco, y parece estar haciendo todo lo posible para perder sus últimas certidumbres. Uno de cada dos neoyorkinos, luego del desastre del 11 de septiembre, debe estar pensando que el fin del mundo está próximo y da la impresión de que a partir de ahora este sentimiento se irá extendiendo cada vez más. Nada nuevo bajo la bóveda celestial. «L''enfer, c''est les Autres», nos dice Garcin, personaje de Huis clos (A puerta cerrada), la famosa obra de teatro de Sartre. El infierno son los otros. Pero también pudiera ser que el infierno fuera uno mismo, y no nos diéramos cuenta de ello. Al infierno exterior se suma una descomposición más insidiosa, que proviene del interior. Patria chica, infierno grande. Se oye a menudo entre la población. Aunque quizá también habría que decir: «persona estrecha de mollera, infierno seguro». Es habitual, en la época en que nos movemos, buscar el enemigo en el Otro, un enemigo en ocasiones ficticio, irreal. Pero que nos sirve de cara a hacerle frente y acabar con él si ha menester. Ahora los enemigos, los otros, son aquellos seres diferentes al resto de los monos vestidos. Ser diferente. Qué peligro, colega. Los monos somos monos, valga la reiteración, y no parece que esto vaya a cambiar para mejor. Los enemigos, los otros infernales, suelen ser los inmigrantes, los vagabundos, los desesperados de la vida. Nos cuenta Bernard-Henri Lévy en su libro «La pureza peligrosa» que lo fundamental, y todo reside en eso, es crearse un enemigo plausible que sobre todo no sea enemigo real: comportamiento que sólo parecerá tortuoso a los falsos ingenuos o a los verdaderos inocentes. Nuestro Occidente democrático, el Bierzo incluido, demuestra ser no solamente xenófobo, sino también xenógeno. Los bercianitos, que al fin y a la postre, no nos diferenciamos sustancialmente de otros españoles, también vivimos sumergidos en el lago mítico de nuestro subconsciente florido, primaveral, negro como el carbón. Aun sin darnos cuenta, y a veces conscientes de la realidad/irrealidad que nos envuelve en su túnica mágica, vivimos amarrados a la pata de la mesa de nuestro ego, y en ocasiones somos incapaces de ver más allá de nuestras napias.

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