Diario de León

LA GAVETA César Gavela

Irreal en la Feria

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León

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Ahora que están acabando de montar el real de la feria, yo camino por el irreal, ese lugar donde se juntan todas las fiestas que recuerdo: cuando estaba en el campo de la Cruz; cuando bajó a la carretera de Asturias o cuando emigró al polígono de las Huertas. Se funden los años y los escenarios, pero en todos hay barracas, circos, altavoces, mujeres barbudas, cohetes, carrozas engalanadas, hombres borrachos y niños de los pueblos. El irreal de mi feria es, además, doblemente irreal porque he estado en pocas fiestas de la Encina. Los motivos son dos: a) que vivo lejos del Bierzo desde hace largos años; y b) que cuando vivía en Ponferrada, mis padres aprovechaban las fiestas para hacer algún viaje con sus hijos. ¿Por qué? Pues porque mi familia era puritana, sobre todo la materna, y las fiestas no tenían buen cartel en casa, como tampoco lo tuvieron nunca la lotería y tampoco los noviazgos. Sucede, también, otro hecho: en las pocas veces en que he estado en las fiestas de la Encina, me sentía raro. Tenía poca afición a los caballitos; me daban miedo las cadenas; me incomodaban los autos de choque, siempre fui ajeno a la liturgia del baile y nunca me emocionaron los fuegos artificiales. Por todas esas razones, las fiestas de la Encina casi siempre han sido irreales para mí. Como si estuvieran en otro lado. Pero no por ello, este año, como todos, dejaré de pasar el día ocho de septiembre envuelto en la extrañeza. Me acordaré de una fecha, irreal y real al mismo tiempo, en la que estarán presentes todas las fiestas de la Encina que viví. Es un día que siempre comienza así: en las escaleras del Rañadero, llegando a la plaza. Luego bebo agua en el surtidor y entro en el templo con mis padres y mis hermanos. La misa nunca la recuerdo, pero sí la procesión que viene después, la curiosa fila de alcaldes del Bierzo, los maceros, las demás autoridades, los clérigos, la banda de música. Y es entonces cuando me descubro a mí mismo, entre la multitud, junto al arco del Reloj. Entre real e irreal, desde mi modesto agnosticismo, contemplo con un respeto muy profundo la imagen de la patrona. Siento que me gusta esa bercianidad sencilla y pimentera que la rodea. Siento cada año lo mismo: que soy de ahí, que pertenezco a esa pequeña verdad, que puedo hasta reproducir el tono del aire en la mañana de la fiesta, mientras escucho a los gaiteros. Todo eso me gusta, me tranquiliza. Y ya termina la evocación y viene el día real, tan lejos, y yo siento que soy irreal entonces: que lo mío era estar en la calle del Reloj y no estuve. ¿O sí?

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