Diario de León

MEPIROLAUNI Jorge Villa

La lotería

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León

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La avaricia nos convierte en mala gente o por lo más en todo lo miserables que podemos llegar a ser como miembros de esta raza tan particular a la que pertenecemos y que denominamos humana. Nuestras actitudes despiertan desde misericordia y emoción hasta odio y rechazo por doquier. Pá los más cañís existe un elemento, un desencadenante, dentro de esta Hesperia fundada por los también miserables Gargolis y Habidis, que utilizan de comodín por estas fechas para proyectar frustraciones y desgracias y transformarlas en ilusión: la lotería de Navidad. Cuento esto porque el otro día un amiguete mío (no se puede calificar de amigo, apenas lo conozco a pesar de sea la persona con la que más tiempo paso) del Campus de Ponferrada, me contó la espeluznante ocurrencia que tuvo durante un dramático fracaso. El susodicho se encontraba con la niña más maravillosa, en todos los aspectos (preciosa, lista, inteligente, paciente, limpia, sencilla...), que los míopes ojos de semejante tipejo hubieran visto jamás. Mi amiguete, metepatas eterno y con anormales ínfulas de Dandy maldito, no veía muy claro el asunto. Claro -pensarán ustedes- Es que con ese problema ocular. Pero no, la culpa de tan obnubilado dilema de actuación lo tenía la lucidez que le cortaba las alas, no sin criterio, a su bobalicón enamoramiento. A pesar de todo ello, estoico y gallardo, mi coleguilla jugó sus cartas. Sí, como si de un novato se tratara, ¡a sus años!, y con toda la dignidad de quien se sabe derrotado de antemano, auspiciado de esa estúpida poética del perdedor que los novelistas se inventaron para que los suicidios no constituyan la piedra filosofal de esta sociedad, el chico jugó. La bellísima Tristana, tristona y apesadumbrada ante tan desagradable trámite, le dio boleto con las mejores palabras (léase: «No quiero romper la amistad», mejor dicho, «Yo no he dicho que no me gustes pero en este momento») y el idiota del zagal, en su embriaguez emocional, pensó, si es que se le puede llamar pensamiento: «Ah! Bueno, no pasa nada. No me está diciendo que no. Ha dicho por el momento. Claro, claro». Pero al instante vió la luz. De repente, de sus entrañas surgió una voz clamando un desquite a la diosa Fortuna. «¡Un décimo!, ¡Mi reino por un décimo de Navidad!», gritó su alma previo paso a la degeneración. Los más deleznables pecados capitales, la ambición y la avaricia, se apoderaron de su persona, sin piedad para los damnificados: «Todavía lo puedo comprar en Galicia, que allí seguro que toca después de lo del chapapote» ¿Entrañable estupidez?, ¿Amoral subnormalidad? ¿Quién no ha pensado en traer lotería de Galicia? El hombre tiene la manía de buscar egoístamente la felicidad.

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