MEMORIA HISTÓRICA
El alcalde que esquivó a la muerte enterrado en el estiércol
El actual regidor de Arganza recupera la historia de su bisabuelo Avelino Fernández Peral, que también era alcalde en 1936 y tuvo que esconderse en el abono y en un horno antes de huir de los falangistas en una cuba de vino
Un montón de abono le salvó la vida. Y un horno de pan. Y una cuba de vino vacía. Y aunque esquivó de milagro la punta de la guadaña con la que escarbaban en las boñigas los hombres que venían a matarle, casi muere ahogado por el estiércol donde su hermana le había enterrado a conciencia para que no se lo llevaran. Para que la punta de la guadaña no le tocara.
Esta es la historia de Avelino Fernández Peral, el último alcalde republicano de Arganza; cantero, albañil, socialista, preso político durante los primeros años de la dictadura, viudo, padre ausente, abuelo recuperado y bisabuelo del actual regidor del mismo municipio en el corazón del Bierzo agrario, Javier Ovalle, que nunca llegó a conocerle, pero que ochenta y ocho años después de aquellos sucesos tan dramáticos ha cerrado un círculo al acceder al cargo.
Ovalle guarda copias de todos los documentos conservados en el Archivo del Ferrol sobre el proceso que llevó a su bisabuelo y antecesor en la Alcaldía a las cárceles franquistas cuando por fin lo detuvieron en Galicia, en diciembre de 1936. Pero Avelino Fernández, que nunca perdió el sentido del humor, tampoco ocultó la historia de su huida a sus nietas y es en boca de dos de ellas, María del Carmen Villar y Cecilia Yáñez, como comienza este relato sobre el alcalde que esquivó a la muerte enterrado en el estiércol.
Y eso fue en los últimos días de julio de 1936, cuando la sublevación había triunfado en Ponferrada y el alcalde socialista de Arganza, que ya había enviudado de Cecilia Fernández y tenía cinco hijos a su cargo, pasó de representar a la autoridad —y como tal había requisado una furgoneta para ponerla la disposición del Comité creado por el Frente Popular y recogido armas en el Ayuntamiento— a ser un proscrito; un nombre más en la lista negra de los falangistas que peinaban las casas en busca de adeptos a la República.
En esos días de finales de julio en los que el Bierzo caía del lado de los sublevados, Avelino dormía en el vecino monte de La Roxa, colina arriba de su casa en la cuesta de la carretera principal, para evitar que lo sacaran de la cama de noche y lo subieran a una camioneta para asesinarlo en alguna cuneta. Y con él, un grupo de huidos de la zona.
Eran «los falangistas del juez», así se les conocía, los que le buscaban, cuenta Javier Ovalle. Pero en el pueblo siempre había quien avisaba al alcalde del PSOE de que iban a registrar su casa para detenerle. La primera vez tuvo tiempo de esconderse en el abono, ayudado por su hermana.
«Antolina le salvó la vida porque lo tapó muy bien en el abono, pero después casi se ahoga», relata María del Carmen, delante de una vieja foto coloreada —hasta el punto de que parece un dibujo— de sus abuelos, en la casa de su prima carnal Cecilia Yáñez, situada a pocos metros del solar que ocupó la casa de Avelino antes de que la tuvieran que derribar por su estado ruinoso. Aquel día de mediados del verano del 36 los falangistas sospecharon del montón de excrementos y usaron una guadaña para pincharlo. De milagro no dieron con el cuerpo del alcalde, sepultado bajo kilos de abono. Pero cuando los hombres que le buscaban se fueron, Avelino estaba al borde de la muerte por otro motivo. «Antolina lo tapó tanto que casi lo ahoga. Con tanto abono encima, no podía respirar y salió del montón asfixiado», cuenta Cecilia Yáñez.
Los falangistas no se dieron por vencidos y volvieron otro día. El alcalde se escondió esta vez en el horno donde la familia cocinaba el pan, en un cobertizo que todavía sigue en pie hoy en día en el mismo solar, a escasos metros del montón de abono. Su hermana Antolina «le puso un feije de sarmiento delante» para ocultar a Avelino si a los hombres que venían a buscarle se les ocurría abrir la puerta del horno y husmear. Pero no lo hicieron.
Huida a Silleda en una cuba
Avelino tenía a su hermano Isaac en Silleda (Pontevedra), bien situado en el mundo de los negocios con una empresas vinícola, otra de autobuses y una más de construcción, y oculto en una cuba vacía, viajó en un camión de vino para refugiarse en su casa. Alguien habló de más y fue en Pontevedra donde finalmente detuvieron a Avelino Fernández en el mes de diciembre de aquel año. Y le procesaron, esa era la paradoja de la época para quienes permanecieron fieles al Gobierno de la República, «por auxilio a la rebelión». En su descargo, Avelino declaró que si había requisado las armas había sido para evitar que cayeran en manos de «los revolucionarios», dice una de las indagatorias del proceso, como había ocurrido en la revuelta de 1933. Cuando se enteró de que iban a venir a Arganza los mineros de Fabero, decidió devolver las armas a sus dueños con la idea de que «las ocultarían mejor», según el mismo documento. La camioneta Chevrolet incautada con un oficio firmado por el alcalde al vecino de Arganza Virginio Fernández tampoco llegó a Ponferrada con los mineros de Fabero que acudían a sofocar el golpe. A la altura de Camponaraya dieron la vuelta cuando les informaron de que no podrían entrar en Ponferrada, así que su participación en la lucha contra los sublevados fue intrascendente.
Sometido a consejo de guerra por los franquistas en León, al ya exalcalde de Arganza le condenaron a «treinta años de reclusión perpetua» según la sentencia del 13 de diciembre de 1937. Encerrado en Burgos primero, y luego en Santoña (Santander) a Avelino le conmutaban la pena a 12 años de prisión mayor seis años después de la sentencia. Y ese mismo año de 1943 finalmente lo dejaban libre.
El antiguo cantero elegido alcalde regresó a Arganza y comenzó a trabajar como albañil. «La mayoría de las casas de aquella época que todavía siguen en pie las levantó él», cuenta su bisnieto, desde hace unos meses también regidor del municipio, aunque en las filas de Coalición por el Bierzo. Así sacó adelante a sus hijos —criados durante seis años por su hermana Antolina, soltera en Arganza, con ayuda de Isaac— aunque el menor, Abilio, murió con apenas 17 años al caerse de un andamio mientras le ayudaba a construir una vivienda en San Juan de la Mata.
Al contrario que otros antiguos presos, Avelino Fernández nunca tuvo reparos en contarle a sus nietas que había tenido que esconderse en el abono, y dentro del horno de pan, y en una cuba de vino vacía, para escapar de quienes le buscaban. Que casi se asfixia en el estiércol. Que no le pincharon de milagro con la guadaña. Y que Antolina le salvó la vida y casi le mata de lo bien que lo tapó.
«Tenía mucho sentido del humor», repiten sus nietas María del Carmen y Cecila, antes de acompañar al periodista al solar donde estuvo la casa de Avelino y el montón de estiércol. Y donde todavía se mantiene en pie la vieja construcción de ladrillo y madera en la que estuvo el horno. «Lo que tuvo que hacer para no morir...», comenta María del Carmen. «El abuelo era muy listo y no lo pillaron», añade Cecilia.
Y en la casa de al lado, vacía como muchas otras del pueblo, el periodista se fija en que todavía no han retirado de la fachada un viejo cartel de letras borrosas que recuerda que a la carretera principal de Arganza una vez la llamaron calle de José Antonio.