Diario de León

Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND

Amigos, hojas

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León

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A Vicente Serrano, sombra alegre al galope de Salizetti sobre el Bernesga. Dónde están las calles de la infancia y los apellidos de las modistas y los zapateros, de los mecánicos y los ebanistas, de los carpinteros y las quiosqueras, de los libreros y los ciclistas que por ellas transitaban. Dónde puede retomar el camino de la adolescencia que le devuelva a la media sonrisa de los guardicioneros, de los chapistas y los boxeadores. Dónde, el cruce de la juventud hacia el taller de pintores y orfebres, de maquetistas y montadores, de fotocompositores y maquinistas de las imprentas donde se asomaba a la cuatricomía de las planchas frescas. Dadle la última dirección de los jardineros de las lilas y los castaños de Indias, de los jinetes bienhumorados que llenaban de carcajadas y coplas el crepúsculo de la ciudad soñolienta. Dadle la pista de la lanzadora imponente, de la locutora y el periodista, del veterinario y los hortelanos, el teléfono de los nadadores, las patinadoras y los atletas. Le falta el número del portal de los biólogos y la enfermera. El código postal de la bordadora y los fotógrafos. Ya tampoco puede acceder a los intermedia-ríos en las rutas del encuentro con los viejos maestros. Dónde, a qué caminos de la aurora emprendieron su marcha lunar los paseantes más risueños, sus pueblos calmos ya inencontrables sin los mapas de afecto. Cómo subir a las terrazas de la tarde donde paladeaba el rosado de aguja soñando rancheras y universos con su compadre cantinero. En qué rincón celeste se acurrucarán sus perros. Qué espíritu lacustre de los pecios explorará amorosamente la miga reblandecida de sus libros de masa que devoran las anguilas del legamo. Tras un silencio tan largo, acaballada entre los cambios de vida y continente, entre las labores hercúleas de marcharse y llegar, adaptarse, resistir las dificultades del comienzo, entre los huecos que los volúmenes inundados dejaron, y los que dejaron los objetos abandonados en las migraciones, y la resistencia contra el alma mandarina dividida en gajos que quiere volver a sus querencias de personas amadas que están lejos, por fin sorteando el muro de botes de pintura, los montones de folios, las cajas todavía sin abrir para que no broten lágrimas, ha buscado la agenda sin pétalos que queda y quiere saludar a los que estén. Volver de alguna forma a casa trazando a pluma negras letras que salven de mentirosas instantáneas virtuales, aunque llegue en la cuesta de los falampos de enero. Su hogar está esquirlado en fragmentos de espejos, punzantes paisajes ateridos que no puede penetrar. Su casa yace con las llaves «en el fondo del mar». Tal vez vía Los Ángeles en submarino sideral, perhaps en el próximo hotel, quién la podrá encontrar, matarile, rile. De los amigos ha perdido el rastro de los más, aquellos compañeros en las idas y venidas de los estragos del tiempo, sin las cartas verdaderas de quienes fueron hondos como simas, con sus abrazos ceñidos y sus carcajadas como truenos y sus platos de sopa caliente y sus tarros de miel y sus recuerdos en los aniversarios, memorias apegadas como perros a las celebraciones, ángeles cuyas alas transpasadas por la luz se derrumbaron, frágiles aludes, ya polvo de osarios, se esfumaron los rostros sin adiós. Gestoras y taberneros, masajistas y músicos, santas y abogados, cronistas y religiosos, cocineros y anarquistas, camaleones creativos: todos muertos. Los poquitos que cuentan, heridos por el rayo. Y otros que fueron se han muerto en vida corrompidas sus mitologías de ambición. Señores importantes, ah vana senectud, henchidos de protocolo corporativo, puñales honoríficos. Ahora su casa son los ríos de tres pares de ojos puros: ojos glaucos y los ojos azules de un perro alobado en las Montañas del Humo. Y la herencia entrañable de Asiel a la que siempre vuelve.

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