Diario de León

«Este tren se salvará, me lo dice el cuerpo»

En Palacio de Valdellorma hay una cantina-museo, más bien club social, que es el vagón escoba con el que Maximiano Díez ha ido atropando todas las fotos, planos, documentos, objetos y recuerdos diversos, algunos de gran valor, que ha podido reunir después de casi cuarenta años trabajando para el mítico ‘Hullero’.

Maximiano Díez, en su vagón-cantina-museo. Arriba con un plano original del trazado del Hullero (gran parte de la documentación que tiene la recogió en Bilbao, a la puerta de las oficinas centrales, cuando estaban a punto de tirarla a la basura, relata) y

Maximiano Díez, en su vagón-cantina-museo. Arriba con un plano original del trazado del Hullero (gran parte de la documentación que tiene la recogió en Bilbao, a la puerta de las oficinas centrales, cuando estaban a punto de tirarla a la basura, relata) y

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León

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e. gancedo | valdellorma

Cuando uno sale de la cantina que a sus 92 años sigue regentando Maximiano Díez Álvarez en el pequeño pueblo de Palacio de Valdellorma, lo hace convencido de que el verdadero museo no está entre esas cuatro paredes forradas de recuerdos ferroviarios sino en la cabeza formidable de este paisano categórico y vehemente, un corpachón como remachado con herrajes de traviesa. Porque resulta sorprendente y hasta abrumador contemplarlo recitar, en extensísimas retahílas, los nombres exactos de las ciento y pico locomotoras con que contaba la línea de vía estrecha tendida entre León y Bilbao; los tramos, retos ingenieriles y peripecias sufridas durante su construcción; los nombres, apellidos, oficios y hasta vinculaciones familiares de los trabajadores fallecidos en accidentes de los que conoce día, mes, año, hora, causas y vicisitudes meteorológicas... La auténtica ferropedia viviente reside en un escondido y muy arbolado valle del Noreste leonés.

A decir verdad, ni es cantina ni es museo. Fue lo primero pero ahora se ha reconvertido más bien en club social con barra, bebidas y chuches donde cada parroquiano se levanta, se sirve el chato de vino y se vuelve a sentar cuando le place. También hay animada partida, tertulia, lectura de periódico y una bicicleta estática en mitad de la estancia con la que Maxi se mantiene en forma. Lo demuestra subiéndose a ella y exhibiendo enérgicas pedaladas, asombrosas para un nonagenario.

Arriba, Maximiano Díez con un plano original del trazado del Hullero (gran parte de la documentación que tiene la recogió en Bilbao, a la puerta de las oficinas centrales, cuando estaban a punto de tirarla a la basura, relata) y otros rincones, placas y objetos del local. De momento, Maxi continúa al frente. «El que no trabaja no tiene derecho a comer», dice. MARCIANO PÉREZ

Eso sí, la sensación primera que invade al forastero es la de haberse subido a uno de aquellos viejos vagones que surcaban praderías y vallejos llevando el carbón leonés a los altos hornos vizcaínos y junto a la hulla, también mucha paisanada de pana, boina y pañolón que aprovechaba para acudir a ferias, asuntos y romerías de la contorna, amén de todos aquellos jóvenes que cada vez en mayor número acudían a la llamada de empleo y residencia en la capital vizcaína: los asientos son de listones de madera, procedentes de un convoy jubilado, los parroquianos exhiben la calma de quien emprende un viaje en tren y Maximiano mantiene la paz como un serio revisor o un maquinista con remango.

Planos, imágenes, ollas...

Inmediatamente después queda la mirada adherida a esas paredes cubiertas por completo de fotografías, muchas tomadas por el propio Maxi: máquinas de vapor abriéndose paso épicamente entre la nieve; estaciones envueltas en un borboteo de humo y viajeros; complicados rescates; tremendos choques y descarrilamientos... Todo fruto de una incontenible pasión por un tren de escala humana en el que Díez bregó durante cuarenta años, desde que comenzó a trabajar «como auxiliar temporero» en 1944, y luego ya obrero de brigada en 1951, hasta 1986, cuando se jubiló y abrió este espacio que hoy guarda esencias como de un tiempo varado en vía muerta. Y no sólo imágenes, también gorras, banderines, billetes, matasellos, lámparas, teléfonos, maquetas, hermosas y barrigudas ollas ferroviarias... Claro que para hacer fotos o vídeos hay que pedir licencia previo al celoso guardián del furgón. «Hay gente que no te dice ni hola y se pone a tomar fotos, ¿pero esto qué es?», se indigna.

Cuenta que en una ocasión llegó una chica en cochazo aparente —y afirma incluso que era hija del ex lehendakari Carlos Garaikoetxea—, solicitándole todo el material para llevárselo a un gran museo de la vía estrecha que estaban elevando en Euskadi. «La mandé a paseo, ¡esto no lo lleva de aquí ni el papa!», dice con su voz de caldera, y los visitantes lo creen a pies juntillas.

Maximiano Díez nació en 1924 en Mataporquera (Cantabria) pero cuando se le pide narración vital siempre remonta la genealogía a su abuelo materno, leonés de Robledo de la Guzpeña, que se presentó en la línea ante la necesidad de brazos requeridos para la construcción de este ferrocarril montañés y paisano —patatas con sebo para comer y tres reales de sueldo—: el hombre quedó vinculado a los raíles de por vida y de Cistierna pasó a Cillamayor y Mataporquera. Maxi trabajó en La Ercina, Valle de Mena (Burgos), Puente Almuhey y Valle de las Casas, después le pusieron al frente de todas las brigadas entre Matallana, La Robla y León, y también fue capataz y encargado de vía hasta Cervera. Acudía el primero al lugar de los hechos en caso de accidente, y por eso inmortalizó tantos momentos delicados, haciendo además acopio en la memoria de una lista negra formada por capítulos tan severos como aquella vez en que se ‘tumbó’ la número 20 en Puente Almuhey en 1935, muriendo dos viajeros; cuando ‘los del monte’ hicieron descarrilar un convoy o las ocasiones en que los viajeros debían echarse al suelo cuando escuchaban tiros: durante la guerra el tendido dividía, precisamente, la zona franquista de la republicana.

La cantina sirve también como biblioteca ferroviaria y guarda otros tesoros como planos, documentos y otros papeles relativos a la construcción de la línea, proyecto que se remonta a 1894 y que fue inaugurando por tramos: el correo de Matallana a León abrió en 1923. También todos sus carnés personales y hasta unas líneas —hoy impensables en casi cualquier empresa— donde la compañía le felicita y gratifica ante «un afán de superación digno de todo encomio».

Pero, ¿cómo es qué se acuerda Maxi de tantísimos datos y los atesora y plastifica con semejante primor? «Amigo, todo depende del amor que se le tenga a las cosas», responde. Y preguntado por el futuro de esta línea —tan querida y útil a los leoneses—, dictamina: «Se salvará. ¡Al menos eso es lo que me dice el cuerpo!».

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