Diario de León

OPINIÓN Miguel Ángel Nepomuceno

La expresión de lo inefable

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León

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Cuando leemos en la prensa nacional críticas como la que hace unos días le dedicaba un periódico de máxima tirada a la Orquesta Sinfónica de Estocolmo, tildándola de fría, lejana, poco comunicativa y lindezas por el estilo no nos deja otra opción que preguntarnos si el que hizo semejantes comentarios escuchó a la misma orquesta que el pasado lunes actuó en el Auditorio de León o se equivocó de formación y a quien escuchó en realidad fue a la Sinfónica de Raminia. Porque si de algo estuvo aquejada esta compacta y homogénea orquesta fue de todo menos de fría e incomunicativa. Los Cantos de Pleamar, de García Abril, con los que se abrió el programa, mostraron a un compositor muy lejano al serialismo en el que se inició para dejar paso a un creador de corte tradicional, cuya música está más cercana a un nacionalismo evolucionado que no cae en las vanguardias más reaccionarias. La Orquesta de Estoclmo los sirvió con displicencia, poco inmersa en ese juego colorista y lírico que subyace a lo largo de la partitura y la «dejó caer» como homenaje al turolense en su setenta cumpleaños. Pero el frasco de las esencias se destapó a continuación, con el Concierto nº1 para violín y orquesta, de Prokofiev, con el solista Thomas Zehetmair, un virtuoso de este instrumento al que una partitura como la presente le va como anillo al dedo. Sobre un tema que rezumaba lirismo por los cuatro costados el solista se encaramó en los trémolos de las violas para desplegar todos los recursos técnicos del violín. Trinos, staccatos, arpegios quebrados, acordes, notas picadas y juegos de escalas fueron la carta de presentación de este soberbio solista que supo en todo momento mantener ese equilibrio de fuerza con la orquesta, ayudado por la soberbia batuta del neoyorkino de origen japonés Alan Gilbert, un todoterreno solvente, de pulso firme y gesto transparente y preciso. El scherzo fue deslumbrante, con un juego alternado de sonoridades ornamentadas por las finas apoyaturas del violín y el continuo fluir del arpa mientras el final fue un caleidoscopio de escalas enlazadas para llegar a la coda en la que la flauta y el clarinete dialogaron hasta la extinción sobre la línea de canto del violín. En una palabra, fascinante. Concluyó este brillante concierto con una de las obras más espectaculares y hermosas del pasado siglo: la Inextinguible, de Carl Nielsen, un canto a la voluntad de vivir que el escandinavo intentó llevar hasta las últimas consecuencias en su vida sin lograrlo. La lectura que Alan Gilbert hizo de esta exultante partitura fue de otra galaxia. Sobrio, riguroso, conmovedor y sutil en cada frase, en cada indicación la batuta de Gilbert tuvo la habilidad de medir hasta límites insospechados las gradaciones dinámicas para no emborronar el tejido orquestal y producir un efecto de embarullamiento y sfumature. Grandioso en el allegro, lírico en el allegretto, solemne en el adagio y fulgurante en el allegro final Gilbert y la Sinfónica de Estocolmo dieron una lección de la mejor tradición sinfónica europea. Apoteósico.

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