Diario de León
Publicado por
ANTONIO GAMONEDA
León

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DECIR que Alejandro Vargas ha colgado en la sala de Caja España (Santa Nonia nº 4, del 14 de diciembre al 7 de enero) una exposición de bodegones y paisajes, es una simplificación que, por la vía del equívoco, pudiera dar en simpleza. Es una simplificación, incluso, cuando el pretexto figurativo, penetrado por la luz, aparenta desaparecer y, alejándose cautelosamente de la representación, se libera de sí mismo y se resuelve en la cercanía de la abstracción. No, hablar de esta manera no sería suficiente; nos situaría únicamente ante lo que acabo de decir, ante el pretexto temático, sea este figurativo o no. La pintura, en esta ocasión, es algo más complejo, aunque la sensibilidad y sólo la sensibilidad pueda aprehenderlo en forma directa y sencilla; es algo más complejo, insisto, y más esencialmente bello. Hace muchos años que yo he abandonado esa escritura que se conviene en llamar crítica de arte. La abandoné cuando caí en la cuenta de que es imposible que las palabras digan, por ejemplo, en forma plena y real, lo que es un azul. De la misma manera, también por ejemplo, se pueden intentar explicaciones sobre una cantata de Bach, pero las explicaciones no nos la harán oír. Así, la pintura, la gran pintura (otra cosa es la pintura menor, la que no va más allá de la imitación o la decoración), no puede ser explicada más que por la visión, por la experiencia sensible de la visión. Lo único que puede trasladar la que llaman crítica son los juicios de valor. Pero esto se hace en un santiamén, en una o dos líneas. Ya que he entrado en el asunto, voy a hacerlo. En un santiamén: estos cuadros son un milagro estético; hay en ellos un instante en que dejan de ser un simple objeto pictórico para convertirse en un acto de revelación. Ya está hecha la «crítica». Hubiera sido aún más breve y también válido decir simplemente: la belleza de estos cuadros es alucinatoria. Pero hasta en la pobre crítica se puede intentar una mayor aproximación a la Verdad (es la primera vez en mi vida que escribo la palabra «verdad» con mayúscula). No; no es alucinación, es revelación. Vargas ha titulado su exposición El orden de la luz. Existe una línea escrita por el gran Lezama Lima que dice: «La luz es el primer animal visible de lo invisible». Fuera ya de toda tentación escuetamente crítica, estamos entrando en el terreno de las significaciones. Vamos a ver hasta donde soy capaz de llegar. Intentando, en plan de síntesis, lo que prometo en el parrafillo anterior, me atrevo a decir que de lo que en estos cuadros se trata es de hacer sensible lo invisible, pero, ¿qué es lo invisible? Yo soy un agnóstico con ribetes de materialista visionario; creo, por ejemplo, que los sueños son verdad: ¿puede no ser verdad algo que alcanza a hacernos sentir felices o desgraciados? O, de otra manera, cuando Góngora le dice al Conde de Niebla: «¿si ya los muros no te ven, de Huelva, / peinar el viento, fatigar la selva,» ¿es que ven los muros?, ¿es que se peina el viento?, ¿es que se fatiga la selva? Claro que sí. No en el exterior natural, pero sí en el interior poemático. Se trata de una realidad intelectual creada y revelada bajo condiciones de sensibilidad. Pero a lo nuestro: ¿qué es, en la pintura de Vargas, lo invisible/sensible? Volvamos a Lezama Lima. La luz es, simultáneamente, visible e invisible. No tiene forma, no es descriptible. Así ocurre en los cuadros de Vargas. Hay un orden, hay un pensamiento de la luz. En una cita de Zong-Bing, que figura en el catálogo de la exposición, se dice (recorto un poco la cita): «Se trata (¿) de trazar las líneas internas de las cosas mediante trazos de pincel habitados por la sombra y la luz (y si esto se hace bien), las cosas se convierten en la representación de la Verdad.» Es una obviedad pero conviene decirla. La luz pictóricamente pensada por Vargas no tiene la conducta rectilínea que, en el orden meramente físico -y, de paso, académico- se da por sobrentendida; la luz está en los objetos y la luz trasciende los objetos. Yo, aferrado a mis contingencias, diría que las sitúa «del lado de acá», por su relación con la naturaleza, pero sucede que, al tiempo, esta luz nos relaciona con lo invisible, con el «allá», con el «más allá». Y es esta conducta la que manifiesta el orden de la luz que expresa su pintura. Dentro de este orden, insisto, los objetos pictóricos están, al mismo tiempo en el aquende y en el allende. La luz es pensada y es presencial en ambos espacios, ¡Qué le voy a hacer! Es este un asunto incómodo para mí (yo pienso que la naturaleza y la vida son un prodigioso accidente, inexplicablemente situado entre la inexistencia y la inexistencia), pero aquí veo lo que veo: transitoriamente (lo de transitoriamente es cosa mía) la luz pensada por Vargas es una Verdad, una prodigiosa Verdad. Con la trascendencia hemos topado; con el ser en los límites. Vargas (una vez más, ¡qué le voy a hacer!) me los coloca, ajenos al corte ontológico, es decir, sin abandonar el ser, entre el aquende y el allende. Y tengo, mal que me pese, tengo, digo, que reconocer algo: en su conciencia y en su pintura -que es la versión sensible de su conciencia- esto es una Verdad: las cosas y los seres -vivientes o no- que pinta este místico irreparable, descansan de su fugacidad sobre la invisible línea de los límites. Por favor, no me hagan decir otra vez de qué límites se trata. Y, hablando de todo un poco: ¡Qué hermosa, qué incomprensiblemente hermosa es la exposición de Vargas! El sábado que viene, si allá llego, tomaré café con este genio insoportable.

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