Diario de León

Del grato recuerdo a amargos temores

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P. Vizcay - león
León

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Subí al lago de La Baña en julio de 1970 en compañía de mi compañero de pesca Manuel Pérez Blas. Nuestro amor por la pesca y la naturaleza nos había empujado a adquirir una motocicleta de campo con la que pretendíamos desplazarnos a los lugares donde el automóvil no podía, todavía, llegar. El trayecto desde La Baña era un auténtico camino de cabras, con un firme de piedras y rocas de afiladas aristas. Las presas de riego de los prados discurrían muchas veces por el propio camino. Ante la imposibilidad de subir ambos a bordo de la moto, nos turnábamos y, en ocasiones, tuvimos que ascender a pie. La llegada al circo fue emocionante. La lámina del agua brillaba bajo el sol como un espejo en el que se reflejaban algunas nubes ocres. Los grandes bloques de pizarra arrancados del circo glaciar y depositados en el frente, cerraban un espacio tapizado de helechos y pradera natural. Unas pocas vacas huesudas y cornilargas pacían al fondo, por donde entraba en el lago un reguero cristalino. Pero lo que desbordó nuestra ilusión fue observar los menudos círculos que producían las truchas al cebarse sobre la superficie del lago. Tras montar la tienda de campaña y comer un bocadillo, sobre las cuatro de la tarde, nos dispusimos a pescar. Recuerdo que conseguí algunas capturas, pocas, con la cucharilla. Recuerdo también la mayor de todas, una trucha de medio kilo, de un gris brillante con pintas oscuras. Me llamó la atención la robustez de aquellas truchas que carecían de pintas rojas. Al abrirlas destacaban las largas tiras de grasa con las que, presumiblemente, habrían de afrontar el largo invierno cuando la superficie se congelaba. Pude ver en la orilla restos de ramalillos o sedales durmientes con los que, los ribereños, pescaban en ocasiones. Pescando con poca fortuna llegó la noche. Las horas nocturnas en aquella soledad, rodeados de montañas y estremecidos por el rumor del agua del arroyuelo que alimentaba el lago resultan, a pesar del tiempo transcurrido, muy difíciles de olvidar. Ya por la mañana tuvimos la suerte de contactar con un vaqueiro con el que conversamos largo y tendido. El nos informó que los lugareños solían pescar haciendo la sierra . Se trataba de pescar por parejas, situándose en ambas orillas y uniendo los sedales de forma que, cuando uno recogía otro soltaba y viceversa. En el medio de la línea se colocaban ocho o diez moscas ahogadas que eran desplazadas lentamente por el agua. Así lo hicimos con resultados espectaculares cuando la suave brisa rizaba el agua. Si el viento cesaba dejaban de picar. Abandonamos la zona hacia las tres de la tarde con la cesta llena de truchas. Pese a quitarles la tripa y colocarlas cuidadosamente entre helechos llegaron a León espinadas y no pudieron aprovecharse. Fue mi primera visita y creo que será la última. En la retina conservo aquel paisaje exuberante, con el azul del cielo fundido en el verde y gris de las montañas. Luego, bajando hacia el pueblo, las casas de piedra techadas de pizarra, con el río encajado entre prados y vacas. Confieso que no me gustaría ver en lo que se ha convertido ahora.

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