Diario de León

DESDE LA GRADA

Espejismos en el Toralín

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DOMINGO SHANKLY
León

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AÚN ME sigo preguntando qué habría ocurrido el domingo si Rubio en lugar de propulsarse hacia el palo derecho y haber atajado el balón torpemente golpeado por el lanzador castellonense se hubiera encontrado ridículamente abrazado al vacío. Y no me cabe duda alguna. Entonces el guardameta ya no sería el héroe de la jornada. La grada no rugiría su nombre. Se estaría acordando de cómo Chupri se tragó un estupendo balón cruzado a su espalda; de cómo el cancerbero salió impuntual sin que el delantero del Castellón dispusiese ya de demasiado ángulo a la hora de ejecutar, y hasta de la estirpe de leñadores pamperos de Alessandría por provocar el penalty. Decía Valdano que la afición es un monstruo de mil cabezas, algunas más monstruosas que otras. En el Toralín, bajo mi teoría, la hinchada posee dos cabezas. Están los masoquistas, entre los que me cuento, que alcanzan el máximo placer en el clímax del martirio. Y los onanistas, que abandonan la bancada con gesto tontorrón de autocomplacencia, incapaces del más mínimo ejercicio de crítica o contricción frente al orgasmo de los tres puntos. Ninguno de sus miembros se detendrá a preguntarse jamás por lo que habría ocurrido si el azar, la imprevisibilidad que convierte al fútbol en un espectáculo tan sublime como la vida misma, no hubiera regalado un guiño a la Deportiva. Aunque la cruda realidad -bendita victoria- sea que el equipo anda renqueante. Sólo los veinte primeros minutos del partido se gestionaron con sentido. El que aporta la calidad técnica de Diego Ribera, que lamentablemente se acaba diluyendo siempre, no sé si en su fragilidad física o en el abuso recurrente a los balones vía aérea hacia el Boeing 747 que Risso tiene por cabeza. El resto del encuentro volvió a resultar para el público una especie de ruleta rusa colectiva. Aunque esta vez Nakor no encontrara, afortunadamente, la bala en el tambor de su revolver. Los inusuales doce grados de una tarde de enero en el Toralín también debieron contribuir al espejismo. Pero ni Pichi ni sus jugadores pueden fiarse de la imagen que transmite el calor cándido del graderío. De lo contrario es probable que a no tardar, en lugar de en un oasis, nos hallemos todos braceando en un mar de arena cavando nuestra propia sepultura. Entonces ni el enorme Fran -monumento al buen gusto- nos podrá rescatar. Y volveremos a echar mano de la cantinela que Rubio nos ahorro con su parada: «El que juega con fuego acaba quemándose».

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