Diario de León

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El debate sobre los debates

Publicado por
Tino Novoa - redacción
León

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Como todo en Estados Unidos, los debates presidenciales son un producto mercantil envueltos en una agria polémica desde hace años. Tras el estreno de 1960 con Nixon y Kennedy, los debates televisivos durmieron en el recuerdo hasta 1976, en que fueron recuperados por iniciativa, patrocinio y organización de la Liga de Votantes Femeninas, que los mantuvo vivos en los dos siguientes procesos electorales. Hasta 1988. A partir de ese año, han sido controlados por la Comisión de Debates Presidenciales (CDP), una asociación no lucrativa y «no partidaria», constituida ad hoc que ha profesionalizado la organización con el objetivo declarado de «asegurar, para beneficio del electorado norteamericano, la celebración de debates presidenciales» que le procuren «la mejor información posible» con vistas a «afinar sus opiniones sobre quiénes, de entre los candidatos, deben ser elegidos presidente y vicepresidente» de Estados Unidos. Sin embargo, en los últimos años ha surgido una fuerte corriente de oposición al monopolio de esta comisión, a la que ven como la correa de transmisión de Republicanos y Demócratas para consolidar el bipartidismo. La asociación Debates Abiertos, que ejerce de portavoz de este movimiento crítico, acusa a los copresidentes de la CDP, Frank J. Fahrenkopf y Paul G. Kirk, de ser los representantes de ambos partidos en la Comisión, que controlan férreamente. Y no sólo eso. Fahrenkopf es uno de los máximos representantes de la industria del juego norteamericana y Kirk, de la farmacéutica. De los otros ocho miembros de la junta directiva, cinco pertenecen a los consejos de administración de más de 30 empresas. Y es que los debates son patrocinados por una decena de corporaciones, entre las que figuran grandes multinacionales como American Airlines, AT&T, 3Com o Ford. Las aportaciones económicas que realizan no sólo son deducibles fiscalmente, sino que, por ejemplo en el debate de 1992, permitieron a la tabaquera Phillip Morris exhibir una enorme pancarta durante las entrevistas posteriores al debate presidencial. Dos partidos mayoritarios La lista de críticas continúa con las acusaciones a la Comisión de entregar a los dos partidos mayoritarios el control absoluto de los debates, de excluir de los mismos a otros candidatos (salvo en 1992, en los que también participó Ross Perot), de proteger a los aspirantes del público más crítico, de emplear formatos aburridos que en lugar de propiciar el intercambio de ideas fomentan una sucesión de monólogos, lo que ha conllevado la caída en picado de las audiencias, y, finalmente, de violar varios preceptos legales que regulan los procesos electorales. Lo cierto es que, entre uno de los criterios que aplica la Comisión para seleccionar a los participantes en los debates es tengan opciones reales de conseguir la mayoría en al menos un Colegio Electoral y que las encuestas de cinco institutos de opinión previamente seleccionados le otorguen el apoyo de al menos un 15% del electorado. Con estas limitaciones, las posibilidades de cualquier candidato alternativo de acceder a un debate televisado son prácticamente nulas. Y también es verdad que la audiencia de los debates ha caído hasta unos niveles raquíticos. Los de hace cuatro años fueron vistos por una media inferior a 40 millones de personas, sobre un censo total de 281 millones, lo que supone un 14% de la población, muy lejos tanto del 40% que siguió el debate Kennedy-Nixon (el de mayor seguimiento de la historia, en términos relativos) como de los 80 millones que vieron por televisión el de Ronald Reagan y Jimmy Carter en 1980, que mantiene el récord en cifras absolutas.

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