Diario de León
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León

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SE trata de intentar triunfar o de intentar ser feliz? Tiene que ver con un payaso argentino que conocí hace poco en la Casa de Cultura de Villabalter, el cual revisitaba Buenos Aires mientras se arreglaba y calzaba sus zapatones. Conversaba con esa musicalidad que tienen los porteños al tiempo que preparaba sus utensilios mágicos para un espectáculo infantil de malabares -cambio risas por pan, me decía. Supongo que nadie habla más en serio que un payaso a medio maquillar. Él en su país estudió para actor de teatro pero allí han llegado de forma tan fulminante a la pobreza que derivó en payaso de un país extranjero. Lo cierto es que no parecía importarle lo más mínimo, sino acaso al contrario. Ahora vivía en el Barrio Lavapiés de Madrid y hacía bolos por provincias como quien tiene más que suficiente con mantenerse a flote. Quizá en el fondo se trata de no pedirle demasiado a la vida. En esto pensaba yo mientras él se colocaba esas ropas de primavera chillona que designan su oficio, tomaba una maleta destartalada y decía: «Vamos a empesar». Entonces risas, juegos, equívocos de vodevil, equilibrismos y trucos de magia -«nesesito una persona de entre el público»- y los niños reían y aplaudían como por vez primera. Y los adultos aplaudíamos y reíamos como niños, ya saben. Ese inmigrante atípico, en otro tiempo actor ahora sobreviviente, me enseñó sin pretenderlo la dignidad de su oficio pues no hay actores de primera y de segunda antes de la función igual que no hay ciudadanos de primera y de segunda aunque a veces lo parezca. También en presencia de ese hombre aprendí que, más allá de fronteras y países, está la patria común del escenario y en ella los payasos siempre deambulan condenados al exilio exterior. Exterior de sí mismos, claro. No sé. A lo mejor todos los artistas son una metáfora de algo y en el fondo de nada, igual que en verano las nubes se parecen a todas las cosas aunque realmente a ninguna. El payaso. Su sonrisa glotona y contagiosa que nos devuelve a todos a la infancia a pesar de que su bello oficio ahora mismo no esté en el candelero de la fama. Aún así sigue teniendo demanda; menos mal. Porque cuando se extingan los payasos ya no quedarán niños y todo el mundo nacerá con dieciocho años. Una persona, un voto. Su mirada era la de quien sale a la platea a hacer inventario de fascinaciones, extrovertido compilador de secretos de infancia, luchador resistente que va y viene del arte a la vida y de la vida al arte como esos viejos tranvías que, a modo de reliquias, aún circulan por la zona histórica de algunas ciudades. En él confluían la capacidad de hacer reír y soñar y esos dos ríos quiero pensar que van a dar en el mar de la dicha. Felicidad efímera, sí. Pero felicidad. Mientras actuaba con entrega tras haberme contado la derrota de su país y su derrota profesional, ese hombre lo convertía todo en triunfo tal que si la vida fuera una noria como dicen las canciones. He ahí esa grandeza que luego será miseria y más tarde otra vez grandeza. Y miseria. Corren malos tiempos para el arte de la vida porque una barita mágica puede convertir los dólares en pesos y los pesos en papel mojado. Por eso está tan difícil la vida del arte y todo el mundo ha de empezar a reconducir su vocación hacia lo comercial, lo que vende, lo que mola en la gramola del mercado. Eso decían el otro día Les Luthiers en el Palacio de los Deportes: «Pez que lucha contra la corriente, muere electrocutado».

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