Diario de León

Margarita Merino de Lindsay WONDERLAND

El Perú (II)

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León

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Estremece la Lima que crece incontrolada en la invasión humana que trajo el temor espantado del terrorismo: afluencia que nunca ha cesado desde entonces en las oleadas de los que vienen a buscar una manera de ganarse la vida que en sus lares no encuentran y que aquí acabarán viviendo una miseria aumentada en un vagabundeo a la deriva. Siguen llenándose avenidas y extrarradios de incertidumbre, saturación, marginalidad, sorpresa, colorido, cochambre; de riesgo que puede asaltar inesperadamente a los viandantes, a los vecinos que ya no viven la vieja placidez y a veces caen bajo el cuchillo de aquellos que violan sus muros y ventanas para despojarles también del último aliento, pues no son ladrones anónimos y tal vez se trata de rostros bien conocidos que evitan con su fría brutalidad que siega también en la envidia de lo que no se tiene la denuncia certera. Se despierta temprana y aturde bulliciosa la vida abigarrada tomando balcones y ventanas, el ruido de motores, las voces y el pitido de los claxons, la antañona circulación de vehículos sobrecargados de gente bamboleada en viajes alucinantes capaces de reproducir mil veces por carrera el desafortunado accidente que sufriera Frida Kahlo en su ciudad de México. Sí, se amontona Lima, la que fuera una de las más cantadas ciudades coloniales, ay, y siempre el movimiento caótico que trasciende la bruma y cruza en desorden temerario sus calles atestadas de tráfico donde conviven velocidad, incumplimiento de las normas, furtivismo, mercaderías variopintas, bebidas, pedigüeños y surgen peleas ocasionales por preferencias de pasos escatimadas en el barullo, encajonamientos inmovilizadores de difícil solución entre este tránsito inenarrable, gestores espóntaneos de atascos inverosímiles que torean el peligro múltiple de ruedas sin fin, pícaros atentos a distraer la bolsa al despistado, trabajadores crucificados a diario hacia sus destinos o de regreso en el calvario de alquitrán, taxistas con o sin licencias, con o sin seguros -con los que debe concertarse, regateando, el precio del trayecto- circulan sorteando los escollos de esta selva de contaminación y asfalto. Recuerdo en este monstruo urbano del milenio bélico ese centro perdido que -son palabras de Bryce Echenique- «sólo persiste en las canciones nostálgicas de Chabuca Granda». Por fin llegamos a Barranco, se apacigua el día en los rincones ajardinados donde cantan los pájaros y vamos caminando hacia la casa de mi amigo Carlos Brignardello, y planificamos desde los literarios malecones -que conocí como si fueran míos a través de las amadas novelas de Mario Vargas Llosa- las visitas a los maravillosos museos que Lima alberga. Pensamos en comer, y se nos hace la boca agua ante la suculenta cocina peruana: ah los ceviches de pescado y los ají de gallina, el pulpo delicioso, el chupe de camarones, la salsa y la sopa criollas, la lúcuma, la bebida morada de chicha... Aparece la rotunda presencia del mar disolviendo cualquier extranjería que traigamos bajo el sol que celebra esta llegada iniciática al rincón privilegiado en su hermosura. Y ya vamos hacia la amistad presentida y la máquina de imaginar de Jaime Liébana y Vivian Evans que nos ofrecerán tan generoso y animado almuerzo con su lorita Lola explorándome curiosa, casi picoteándome cada centímetro, en la ronda del cuello. Cerca de Juní n voy sintiendo una callada vecindad poética que estalla, «hoguera de silencios», cuando pasamos la casa de la poeta Blanca Varela y es que exhala su entorno la querencia sutil de sus roncos versos embajadores de esta costa: «Por el mismo camino del árbol y la nube, / ambulando en el círculo roído por la luz y / el tiempo. / ¿De qué perdida claridad venimos?». Se unen a esta lentitud que revolotea los sones del cholo dolorido que fue César Vallejo; «Canta el verano y en aquellas paredes / endulzadas de marzo, / lloriquea, gusanea, la arácnida acuarela / de la melancolía». Amo el pálpito azorado que inunda de sombra el corazón veloz del mediodía en la ciudad que ya me adopta, al fin soy hija también de sus relámpagos, en sus heridas y su apasionado encantamiento hasta los tuétanos. (Continuará)

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