Diario de León

RETABLO LEONÉS

La leyenda de la Virgen de la Velilla

En el enclave de Puente Almuhey, dentro del contexto de las montañas de Riaño, nace una carretera que da acceso a los valles del Tuéjar. Su recorrido y detalle presenta al curioso viajero múltiples señales del señorío de Prado que

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Enrique Alonso Pérez Redacción - LEÓN.
León

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Una vez situados en el valle, rebasado el pueblo de Taranilla, nos encontramos con el de San Martín de Valdetuéjar, donde es obligada la visita a la iglesia, una de las más curiosas de la provincia de León por la singularidad de la fina labra de sus capiteles interiores, y sobre todo por el inexplicable encaje de tres sirenas, dos de las cuales se encuentran entrelazadas por la cola y situadas en la cornisa del muro sur, mientras que la tercera de ellas está empotrada en la torre, y es portadora de una cartela con la fecha de construcción. Valle arriba, siempre siguiendo el curso del río Tuéjar, -que toma el nombre por la antigua profusión de tejos en la zona- llegamos a la antigua y noble villa de Renedo, que durante siglos fue la capitalidad del valle -hoy asumida por Valderrueda- en la que no hace muchos años, todavía podían admirarse los restos monumentales del palacio, capilla y panteón de los marqueses de Prado, actualmente trasladados a la portada del Hospital de Nuestra Señora de Regla en León. El señorío de Prado, uno de los más boyantes de toda la Edad Moderna, gobernaba desde Renedo nada menos que cuatro concejos del entorno: el propio de Valdetuéjar, La Guzpeña, Los Urbayos y el de Lomas, además del pueblo de Anciles, del que se conserva una escritura fechada el 21 de junio de 1631, en la que se puede leer el siguiente encabezamiento: «Escritura otorgada por el Concejo y vecinos de Anciles, recorriendo el señorío y vasallaje de los Marqueses de Prado». El santuario de la Velilla Atrás Renedo, y el ameno pueblo de Otero, parte a la derecha una carretera que conduce a los tres pueblos más apartados del municipio: Las Muñecas, La Red y Ferreras del Puerto, prácticamente despoblados en la actualidad. El otro ramal, que serpentea la falda de Peñacorada, termina en La Mata de Monteagudo, y de él sale una desviación que conduce al santuario que nos ocupa: el de La Virgen de la Velilla. Cuenta la tradición, en ocasiones apoyada por documentos archivados en la catedral de León, que desde los primeros tiempos de la Reconquista se poblaron estos valles, que en su parte más inaccesible, entre Ocejo de la Peña y Santa Olaja, estaban defendidos por un castillo perteneciente a los condes de Aquilare, amigos y parientes de los reyes leoneses. Este lugar, fácilmente reconocible por los restos del castillo, se conoce en la comarca por el nombre de «El Castillón», y no queda lejos del sitio que se supone como asiento de la cueva que habitó el monje eremita San Guillermo, pues coincide con las ruinas que delatan la ubicación de la ermita erigida en memoria de este santo leonés. Pues bien, tanto este monje huido de la quema propiciada por las huestes almanzóricas en Sahagún, como los que se fueron sumando a él atraídos por la fama de su santidad, gustaban de reunirse en una antigua capilla cercana dedicada a la Virgen de los Valles, instaurada quizá en época visigoda, conocida en la región con el nombre de «Santa María de Vallulis», según se desprende de una escritura dirigida por Antolín Rodrigo en 1192 al obispo Manrique de Lara en la que le dona varias fincas «en S. María de Vallulis», señalando el deslinde de «Oter de Moles», «Monoka» y «Collada de S. Marina», con la firma de Urraca, dueña de Monteagudo. La leyenda de Diego El Dichoso Como en tantas y tantas ocasiones, la Virgen quiso mostrarse de forma milagrosa a quien ella sabe que puede honrarla con devoción y de manera permanente. Por eso eligió esta vez al piadoso hidalgo de La Mata de Monteagudo, Diego de Prado, de la linajuda familia que dio origen al marquesado descrito. Cuenta la leyenda, y parece que hay abundantes datos que autentifican hechos y personas, que nuestro hidalgo se encontraba en el año 1470 desmontando un trozo de muro, que en una de sus fincas se ocultaba entre una maraña de zarzas y ortigas, sin sospechar que dicho muro hubiera pertenecido a la antiquísima capilla de la Virgen de los Valles. El caso es que en los intentos de demolición del muro, Diego de Prado quedó mudo de asombro al contemplar un destello cegador que partía de una de las rendijas abiertas por el azadón que él manejaba, hasta que en un segundo intento, y siempre deslumbrado por aquel resplandor, vino a sus manos una sonriente imagen de la Virgen, que fue trasladada a su casa con el consiguiente alborozo de su mujer, María Díez. La compensación por el pecado Y después de una temporada de ocultamiento del hallazgo, debido quizá a un poco de egoísmo en su disfrute, Diego de Prado compensó este pecado de omisión con la construcción de la primera ermita que llevó ya el nombre de Virgen de la Velilla. Desde entonces fue conocido en toda la comarca -y así figura en numerosos documentos-, como Diego el Dichoso.

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