Diario de León
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MARTÍN MARTÍNEZ
León

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QUERIDO hermano: Y que te conste que no es ningún cuento de los que llevan en los filandones nuestros queridos académicos Luis Mateo y Merino, no. Es que el gallo anda cojo desde hace unas semanas. Aún no lo habéis sacado en los papeles, pero así es. Me refiero al gallo del palacio, del palacio de Gaudí. Hombre, bien sé que no es, como el vuestro de San Isidoro, gallo de espolón dorado, altivo y oriental, creo que hasta una miaja fundamentalista, que se tiene por el rey del gallinero provincial; y tal vez lo sea. Este nuestro gallo es más reciente, pollastre por tanto, pero, ay salao, es imaginación de Gaudí, ahí nada; es más estilizado, menos fondón que ese capón leonés, más combativo encarando el Teleno sin complejos. Es este nuestro gallo un tipo luchador, como de corro de apuestas, que cada mañana reta a Pedro Mato con su quiquiriquí marcando a los astorganos la rosa de los vientos, del cierzo, del solano, del gallego, del frío burgalés. Allá por los años setenta, del pasado siglo naturalmente, lo tuvimos de estandarte literario. Fue, recuerda, nuestro querido y recordado José Antonio Carro quien lo bajó desde sus alturas a la linotipia de La Luz . Cada semana encabezaba y adornaba con su canto el canto periodístico, impecable, certero de José Antonio; era El gallo del palacio . Desde Madrid, emigrante José Antonio, todavía soltó algunos gallos, hasta que definitivamente lo volvió a su corral, a su torre esbelta después de haber galleado como galleó con donosura y buen aire. Y ahora, hermano, nuestro gallo, el gallo del palacio, está cojo. Allí, encaramado en su reino, con el círculo que representa el mundo a sus pies, digo a sus patas, nos lanza un canto desesperado, un aviso a navegantes. Él ha perdido un cuadrante de ese mundo que protege; la intemperie de cien inviernos, de cien veranos, de arriscadas primaveras y de otoños inmisericordes, le han podido. Y claro, él mismo corre el peligro de ir a la cazuela a la que cayó esa cuarta parte de su mundo. Y avisa, con su canto ahora cascado por los vientos, lluvias y nieves, que el palacio, su palacio, esa magia gaudiana que en su día asustara a las piedras catedralicias por la insolencia arquitectónica, corre serio peligro. No es el primer aviso, ni mucho menos, a muchos oídos sordos. Porque hermano, o la Fundación del Patrimonio, creo que se llama y que se ha comprometido a apadrinar este palacio, actúa pronto, o puede que algún día, Dios no lo quiera, tenga que contarte la desgracia. Mira, querido, la genialidad de Antonio Gaudí asentando sobre el adarve de la muralla romano-medieval el estribo puente de su genial obra, está ahora pagando las consecuencias; ese simulado puente levadizo está notando el paso de los años y su apoyo en piedras más viejas. Desde hace más de medio centenar de años una grieta recorre, de abajo a arriba, el edificio. Avanza milimétricamente, en milésimas de milímetro; pero avanza como demuestran los testigos allí instalados. Avance que es más notable en el interior, en el llamado salón del trono; allí un desconchón considerable de su techo denuncia que el enfoscado se fue al suelo. Es hermano el canto del gallo cojo que nos avisa del peligro, cierto y constatado; que pide una acción pronta, a la vez que denuncia el ejército implacable de líquenes, hierbajos y musgos que corroen el impoluto granito de Montearenas.

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