Diario de León

el territorio del nómada |

El polizón del abismo

LEOPOLDO MARÍA PANERO MURIÓ EL ÚLTIMO DE SU FAMILIA, CUANDO YA SE HABÍA CONVERTIDO EN RELIQUIA DE UNA ÉPOCA JALONADA DE DERROTAS. SU LITERATURA, PIONERA EN TANTAS AUDACIAS, ACABÓ COLONIZADA POR EL DESORDEN DE UNA RUTINA DE ÍNDOLE CLÍNICA . divergente

El poeta leonés Leopoldo María Panero

El poeta leonés Leopoldo María Panero

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

Creado:

Actualizado:

Leopoldo María Panero (1948-2014) publicó su primer libro — Por el camino de Swan — con veinte años en las ediciones malagueñas de Ángel Caffarena, funcionario del trigo, librero de viejo y sobrino de Emilio Prados. Entonces, como su hermano Juan Luis, todavía tiraba mucho de las amistades del padre y era frecuente verlo adosado a los supervivientes de su pandilla: Rosanco y Vivales, sobre todo. Fue el benjamín de los Novísimos (1970) y la voz más potente y singular de aquella manufactura poética. Porque ofrecía un combinado explosivo de enajenaciones y fogonazos escabrosos. Un año después abre el muestrario de Infame turba , donde el periodista mejicano Federico Campbell (fallecido el mes pasado) repasa las existencias literarias que agitan las postrimerías del franquismo. Luego, su travesía personal siguió un violento itinerario de destrucción marcado por los encierros, que trizó su voz hasta dejarle la garganta rota de tanto vociferio. Pasó a ser el icono maldito de adolescentes revueltos.

DESEO DE SER PIEL ROJA

A comienzos de los setenta publica sus mejores libros: Así se fundó Carnaby Street (1970) y Teoría (1973). Entonces se refiere a él Gimferrer como «el único de nosotros que puede ser un Byron o un Shelley». La profusión de citas y los quiebros del discurso contribuyen a modular una expresión poética que dinamita los códigos del racionalismo mediante una inmersión en el caos resuelta con la insolencia de quien se empeña en impugnar los mandatos de la tradición. Pero enseguida los episodios de rebeldía y marginalidad lo alojaron primero en Carabanchel y más tarde en Zamora, con una temporada leonesa junto a Eduardo Haro Ibars (1948-1989), al cuidado del psiquiatra Carlos Ortega Matilla, director del hospital San Telmo de Palencia y con asistencia clínica en León. Junto al Carrión Ortega tuvo como ayudantes a Fernando Urdiales y al político Antonio Herreros, que es de Calzadilla. Ortega había sido huésped estudiantil de la familia de Haro Tecglen y recibió a los chavales convencido de enderezar sus pasos. Se alojan en la pensión Continental, que estaba en Padre Isla, y alborotan cuanto pueden. En León los tutela Rosa Crémer, que organiza excursiones con su hijo Víctor a las bodegas de Valdevimbre o al Porma en Villarente, pero enseguida brotan los extravíos. Haro Ibars pone epitafio a aquel desencuentro: «Panero es un fracaso: como poeta, como hombre, como suicida».

EL DESENCANTO

En 1974 se celebró en Astorga la inauguración del monumento a Leopoldo Panero, obra de Marino Amaya, urgido por Juan Luis y su madre para que la ciudad no olvidara al poeta. Intervinieron en el estreno, mezclados con un tropel de autoridades, Alonso Luengo, Gullón, Crémer, Rosales, Dámaso Alonso y Juan Luis, que dio las gracias, antes de que brincaran las danzas maragatas de la Sección Femenina. Aquellas secuencias pasan a la película El desencanto (1976), de Jaime Chávarri, hijo de la periodista azul Marichu de la Mora, amante casada de Ridruejo. Iba a ser un reportaje más de Nodo, pero luego sus materiales, oreados por la presencia de los hijos con la viuda atónita, se convierten en símbolo de una época de derrumbes y película de culto. Leopoldo María surge con su monólogo en la barra del Majuelo (un local de Martínez Campos, con buena cocina) y se convierte en timonel de aquella purga del corazón. La peli fue una bomba de espoleta retardada. En 1994, Ricardo Franco (primo de Javier Marías) remueve los escombros de la familia en Después de tantos años .

Leopoldo María emprende en 1986 su travesía de manicomios, que lo lleva de Mondragón a Las Palmas. Al tiempo, se convierte en el primer noventayochista que incorpora su obra a una colección de clásicos, a la vez que cuenta con un buen biógrafo de su deriva (J. Benito Fernández, 1999) y va entrando en los programas literarios de las universidades.

FIN DE LA CITA

Una vez recluido en el infierno de la locura, sus tentativas poéticas transitan pasadizos sin salida, mientras percuten y atormentan su angustia las admoniciones de la madre y un insoportable estruendo de relámpagos. En ese escenario de tortura jalea los tabúes de nuestra cultura, de las drogas a la homosexualidad, de la necrofilia al incesto, de la blasfemia a la podredumbre. Pero su obra, que se ramifica sin cesar, ya no avanza, embarrancada en un agujero negro y sin más aglutinante que un sujeto hecho astillas. El arrebato inquietante de sus primeros libros se va diluyendo en una escritura asistida, donde participan sucesivos oficiantes, desde Claudio Rizzo o Arencibia a Pasarín y Aguedo. Una churrería que no cesa y que aprovecha el favor funeral de estos días para entregar nuevos y reiterativos papeles.

La furia radical y altanera de sus inicios se decanta en una iconoclastia morbosa, que desgañita su voz, porque aquellos delirios verbales van perdiendo audacia y quedándose sin chispa.

Este proceso de zozobra de su capacidad de incendio se percibe en las sucesivas y abusivas compilaciones de su poesía y más aún en los relatos, que ya nunca alcanzarán el incendio de En lugar del hijo (1976). Treinta años después, Papá, dame la mano que tengo miedo combina la bitácora del loco con ocurrencias adolescentes, entre las que figura su ejecución del poeta Rosales.

tracking