Diario de León

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El jornalero del mito

LA MUERTE DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ME LLEVA A UN ENCUENTRO DE UN PAR DE HORAS EN BARCELONA, EL SÁBADO DEL PILAR DE 1974. AQUELLA CHARLA VIO LA LUZ EN LA REVISTA UNIVERSITARIA ‘ANUE’, DONDE TAMBIÉN ILUSTRABA EL BERCIANO TINO GATAGÁN. EL PRODIGIO ESTÁ EN LA SECUENCIA DE AQUEL ENCUENTRO. divergente

García Márquez, leyendo en la plaza de Cataluña

García Márquez, leyendo en la plaza de Cataluña

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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A partir de la irrupción volcánica de Rubén Darío, los escritores americanos siempre miraron con altiva superioridad a sus colegas peninsulares. Por Madrid pasaron después Huidobro y un huidizo Borges, «en busca de las estrellas del suburbio». «Abominábamos de los matices borrosos del rubenismo», confiesa Borges, pero se enardecían con las metáforas garcilasistas, por su «forma de correlacionar lejanías». Más tarde, llegaron Neruda y Vallejo, también un precoz Octavio Paz, ahuyentados por la furia de la contienda. Con el primer franquismo, se rescató el vínculo oxidado con el errático Larreta o el nazi Hugo Wast, mientras algunos jóvenes poetas complacientes acudían al alpiste de Cultura Hispánica.

La eclosión americana

A la vez, nuestros exiliados en América iban tejiendo conexiones tan sugestivas y fascinantes, como la desconocida del paramés de Ardoncino Roberto Fernández Balbuena con Rulfo. Su mujer soriana, la pintora Elvira Gascón, ilustró la aparición de Pedro Páramo (1955), empadronado para siempre en nuestra comarca de secano, «una tierra en que todo se da con acidez». Aquel mismo año veía la luz La catira , de Cela, un pastiche fallido con el que el novelista español respondió al encargo en dólares del dictador venezolano Pérez Jiménez, cuya muerte inspira dieciocho años más tarde El otoño del patriarca . Las propagandas de entonces se inventaron un triunfo de Cela sobre Hemingway y Camus, sus rivales inverosímiles en la puja. Ahora conocemos la cartografía de aquel fango, pero esta suerte de embustes eran frecuentes en la atmósfera contaminada de encierro y apariciones.

Traigo a colación a Rulfo, porque su descubrimiento fue clave en la expresión madura de Macondo, que alcanza su cumbre en Cien años de soledad (1967), después de varios y ya deslumbrantes anticipos. García Márquez colabora con Mutis y Carlos Fuentes, a comienzos de los sesenta, en los guiones para el cine de El gallo de oro y Pedro Páramo . La novela nuclear del boom apareció lejos de Barcelona, desdeñada por Carlos Barral, quien atribuye su descuido «a la falta de respuesta puntual a un telegrama, y no por error editorial ni a consecuencia de una torpe lectura del manuscrito —que nunca vi—, como maliciosamente se ha pretendido». Luego, trata de arreglar el patinazo señalando que «otra cosa es que a mí no me parezca esa la mejor novela de su tiempo». Allá cada cual con sus pesadillas. Lo cierto es que sin otro lanzamiento que el boca a boca, la novela de García Márquez se convirtió en paradigma de la expresión americana, un paso más allá por la senda que fueron abriendo Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier.

BARCELONA, CAPITAL DEL BOOM

El editor más atento del momento, que era Carlos Barral, había incorporado a su catálogo, a través del altavoz de los premios Biblioteca Breve, La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa; Tres tristes tigres (1964), de Cabrera Infante; y Cambio de piel (1967), de Carlos Fuentes, además de un par de novelas irrelevantes del mexicano Leñero y del venezolano González León. En medio, con la resaca de un año en blanco, quedó la pugna de 1965 entre Manuel Puig, que iba para ganador, y Juan Marsé, que volvió del verano en Nava de la Asunción con sus Últimas tardes con Teresa revisadas y pulidas por su anfitrión Gil de Biedma. Los sucesos de aquel alboroto los menudea Luis Goytisolo en Cosas que pasan. El Biblioteca Breve de Barral expiró en 1970, sin fallar su galardón a Donoso, por El obsceno pájaro de la noche . Otros catálogos de aquel tiempo andan más extraviados.

Gabriel García Márquez vivió en Barcelona siete años, entre fines de 1967 y mediados de 1974, en la misma calle Caponata que Vargas Llosa. Allí escribió El otoño del patriarca (1975), mientras Vargas Llosa enhebraba su tesis doctoral, que publicará Barral: García Márquez. Historia de un deicidio (1971). En ese tiempo los visitan con frecuencia Cortázar y Fuentes, desde París. También tipos intrépidos e indocumentados, como yo mismo. Viajé desde Madrid con Joaquín González Cuenca, entonces profesor en la Autónoma y aprendiz de conductor. El viernes once de octubre de 1974 nos recibió, al caer la tarde, Vargas Llosa. De aquella visita conservo el obsequio de La casa verde con su firma. Él mismo nos gestionó por teléfono el encuentro con García Márquez, para la mañana siguiente. La noche la pasamos en Santa Coloma de Gramanet, en el piso que ocupaba David Villarroel con sus hermanos.

Gabriel García Márquez llegó puntual, vestido con su mono azul de operario. Desde el primer momento me asaltó su parentesco con el estañador que remendaba los cacharros en mi pueblo. Por un parecido físico indudable, pero también por su poder de seducción con el relato. La charla transitó por vericuetos insospechados, jamás acuciada por la prisa. Los secretos para él fascinantes del Diccionario de la Academia (me apuntó tres palabras con definiciones mágicas), la familiaridad con los mitos y el descubrimiento de Durruti, que cinco años después evocaría en su relato María dos Prazeres , recogido en Doce cuentos peregrinos . Mis ejemplares de sus libros firmados aquella mañana se extraviaron en una partija sentimental y estos días ni siquiera he conseguido recuperar la revista donde publiqué la entrevista. Pero de entonces acá, mi disfrute con su literatura no ha dejado de crecer.

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