Diario de León

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Severo escrutinio

GREGORIO MORÁN DESVELÓ LAS TRAMPAS DE ORTEGA EN ‘el maestro en el erial’ (1998), CON REGOCIJO DE LA AFICIÓN Y GRAVE ESCÁNDALO FUNCIONARIAL. TAMBIÉN APLICÓ LA GARLOPA AL SENDERISMO JACOBEO, A LA MITOLOGÍA COMUNISTA Y A LOS APAÑOS DE LA TRANSICIÓN. PERO NINGÚN REPASO TAN FEROZ COMO ‘el cura y los mandarines’. divergente

El escritor y crítico Gregorio Morán

El escritor y crítico Gregorio Morán

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Gregorio Morán (Oviedo, 1947) es un escritor independiente, especializado en la historia política y cultural de nuestro tiempo. Su último trabajo recorre tres décadas de la cultura española, desde 1962 hasta 1996, con el hilo conductor del cura Aguirre y su panda generacional, cuyo pudor hacia su propio pasado roza la ocultación. Jesús Aguirre (1934-2001) fue hijo de madre soltera, seminarista en Comillas y becario en el colegio Georgiano de Múnich (1956-1958), donde coincidió con personajes tan diversos como nuestro Lucio García Ortega (1930-1976), el futuro cardenal Rouco o el papa Ratzinger. Luego, militó en el Frente de Liberación Popular, como Alejandro Vargas (editor en León de textos epigonales del sumo sacerdote Julio Cerón), sermoneó con Federico Sopeña en la iglesia de la Ciudad Universitaria, dirigió Taurus, la editorial de los Fierro, fue director general de Música con Pío Cabanillas y, a partir de 1978, duque de Alba con Cayetana. Un tiempo de depresiones que sobrellevó a base de pastillas. Respecto a Lucio tuvo siempre la mala conciencia del descaro, que le llevó a firmar con su nombre las traducciones del alemán que le pagaba. De ahí, el flujo póstumo y recurrente de su gratitud, traducida en artículos memoriales de goteo mezquino.

RECUENTO DE SOMBRAS

Este volumen de 800 páginas, fruto de años de lecturas y trabajo, urdido echando mano de una despensa bien nutrida, protagonizó un ruidoso escándalo de censura antes de ver la luz, en el pasado otoño. Las catorce páginas del capítulo ¡Todos académicos!, a cuya retirada no accedió su autor, motivaron semanas de tensiones y exigencias, que Morán resume en el prólogo. Entonces pasó de Planeta a Akal, editor del libro sin propósito de enmienda. Luego, el tirón de aquellos ruidos favoreció su fortuna comercial, pero enmudeció a la crítica, cuyo silencio con escasas excepciones delatoras hay que tomar como respaldo decidido. Un profesor tontito de la Babelia motejaba a Morán como «el último heraldo de la trola», mientras su obra sigue sin atención en los suplementos librescos.

Los sesenta son época expectativas, algunos sustos e incluso grandes conmociones. Se inician en 1962, con la huelga minera de Asturias y el contubernio de Múnich, episodios de los que al cabo de los años se sigue sabiendo tan poco. A pesar del tiempo transcurrido. Los abajo firmantes de la protesta intelectual que devolvió a Bergamín al exilio y la residencia parisina de Ridruejo y Suárez Carreño, derivada del contubernio. También las porfías y amenazas oficiales, que se traducen en campañas intestinas y de descrédito. Además, fue una época de insólitos descubrimientos, como el del novelista Luis Martín Santos, a quien Pérez Ferrero, el abuelo sobrevenido de los García Alix, en comandita con Figueroa, le disputan y regatean el premio Pío Baroja, que pretenden conceder al periodista Carlos Luis Álvarez Cándido. Su novela Tiempo de silencio ya estaba en Seix Barral, donde deslumbra a los asesores que la leen, pero no a Carlos Barral, víctima doce años atrás de las juveniles humillaciones de Martín Santos y Sacristán en el estío de Heidelberg. Así que no la puso a competir aquel año con La ciudad y los perros por el Biblioteca Breve. Dejó para esa lid un dúo de títulos decorosos: Ritmo lento y Calle Toro, antes Generalísimo, de los salmantinos Carmen Martín Gaite y Basilio Martín Patino.

LOS AÑOS DE LA GALLINA CIEGA

El Santander de posguerra, con los poetas y pintores pastoreados por Ricardo Gullón, la irrupción ministerial de Fraga, el crimen de Julián Grimau, la celebración de los veinticinco años de paz con números romanos, la consagración editorial de don Camilo al cobijo del constructor Huarte, el estado de excepción de 1969 y el asesinato del estudiante Enrique Ruano culminan con la llegada desde el exilio de Max Aub y su implacable testimonio en La gallina ciega (1971).

En todos estos episodios está presente el cura Aguirre, cada vez más desenvuelto de sus represiones clericales. A su alrededor, un grupo generacional en el que descuellan tipos como Benet, Hortelano, Sacristán, Barral, Castellet, Castilla del Pino, Javier Pradera o Ferlosio. Un proceso agitado que acabará convirtiendo a aquellos jóvenes portadores de «talento, arrogancia, soberbia intelectual, inseguridad social, soledad depresiva, autosuficiencia, aislamiento y enfrentamiento sin ruptura con la tradición familiar», de radicales en conservadores. Todos extremadamente pudorosos con la memoria de su propio pasado.

El panel de sugestiones de El cura y los mandarines ofrece alicientes para todas las curiosidades. Servidos siempre, eso sí, con la severidad descarnada de un autor que no se casa con nadie. Ni con los mandarines ni con sus renuncias o chanchullos. Tampoco con su prosa grumosa o sus alardes de hojalata. Y eso es lo que más chirría en un medio intelectual adobado con la mansedumbre del sometimiento a los lugares comunes. Si El maestro en el erial (1998) desvelaba los entornos político y cultural de Ortega, y aquel viaje a los años del cólera ya provocó una ola de irritación y silencio, este escrutinio de los años del despegue, que culminan con la zarzuela de ¡Todos académicos!, se consagra como una obra de referencia para entender de dónde venimos y a qué debemos esta estancia tan prolongada en la estacada.

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