Diario de León
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nacho abad
León

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H an pasado 10 años pero es como si no. Aquí aun está por ver cómo termina ese verano del 2007. Madrid arde bajo un sol toledano. Nuestra capital es tan pobre que no tiene ni su propio calor. Estoy deshaciendo las cajas de la mudanza. Me instalo en un nuevo apartamento, que en realidad es un viejo piso en una barriada llamada Ciudad de los Periodistas. Aunque haga memoria, ya no recuerdo de qué color son los azulejos del baño, la encimera de la cocina. Han pasado 10 años y es como si no, pero han pasado. Recuerdo sin embargo que, mientras sintonizaba los canales de mi vieja Grundig, vi cómo el cuerpo de José Puerta caía al césped de un campo de fútbol. Y también al rato oí en las noticias que había muerto Francisco Umbral. Esa noche no fui al café Gijón. Después tampoco fui ninguna otra. Ya para qué.

Para algunos como yo, Umbral, más que un escritor, era una forma de entender el lenguaje, de tensarlo hasta que las palabras cambiaran de color. Él nos enseñó que el ojo propende a la metáfora, el oído a la música y el corazón a la locura. Y nosotros nos lo creímos, o al menos, mientras nos vimos poetas, dedicamos nuestros domingos y resacas a esa labor. Escribir era entonces reinventarse con la sintaxis, siempre mejor de una forma física que intelectual, como Umbral señalaba (basta con fijarse en cómo todas esas palabras que, tras la última lectura de la noche, obstruyen la fosa nasal izquierda, cambian de lado cuando nos damos media vuelta en la cama, por puro efecto de la gravedad). Después de aquel verano, que aún no sabemos cómo termina, yo ya me olvidé de ser poeta. Con él desapareció un tipo de escritor del que sólo nos quedan nostalgias. Tiempo después, no una noche, sino una tarde, pasé por el café Gijón y pude comprobarlo (mejor no os lo cuento). Iba, eso sí me gustaría decirlo, camino de la Biblioteca Nacional. Siempre que entro en la Biblioteca pienso en pasar por la hemeroteca y buscar las páginas que Umbral escribió en este mismo periódico. Dicen que algunas las firmo con su apellido paterno, él que como buen aristócrata de las letras fue un bastardo. El difunto novio de España fue joven en León. Aquello terminó mal, pero no para él. «Yo soy un etarra del periodismo —bromeaba en una entrevista—, pongo una bomba y escapo».

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