Diario de León

Las Médulas, un paisaje cultural y literario (y 3)

Publicado por
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
León

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N o sé si Las Médulas han representado para los poetas, bercianos o no, una referencia de cierta entidad lírica. En su Catálogo monumental de la provincia de León (1925), Gómez Moreno aportó cuatro endecasílabos de Bernardo de Balbuena (Valdepeñas, 1568-San Juan de Puerto Rico, 1627) que aluden a Las Médulas y su histórica riqueza aurífera:

Aquellas son del Vierço las montañas

y aquestas puntas altas y vermejas

sus Médulas serán, cuyas entrañas

solían vomitar oro entre las rexas .

En 2000 publicó José Antonio Llamas su libro de poemas Ruina Montium , dedicado «a Publio Virgilio Maron, contemporáneo de la «arrugia», y, como tantos, también desposeído». El propio poeta refiere brevemente el método romano de extracción del oro en Las Médulas, para añadir su visión crítica personal, en la que entran factores éticos y hasta elegíacos: «Cada cual puede considerar estos y otros sucesos a su antojo. El autor, en cambio, ha decidido rememorar la oscura trampa de las civilizaciones y la codiciosa voracidad del tiempo». En el poemario, imbricado en un ámbito natural muy querido por el poeta (montes, bosques, hayedos, abesedos, piornos, rebecos...), Las Médulas no son tema poético, sino símbolo del transcurso de las generaciones y del propio poeta, cuya labor semeja la de los esclavos que, a riesgo de su vida, buscaban el oro arañando la tierra.

Las Médulas son el referente poético directo en un poema del alicantino Antonio Porpetta, nacido en 1936, poeta de clasicismo interior y finura de expresión y sentimientos. Uno de sus poemarios es Meditación de los asombros (1981), cuyo estímulo es la memoria histórica y el tono elegíaco. A él pertenece el poema que lleva como título «Restos de las explotaciones auríferas romanas de Las Médulas (León)»: la visión del monte arruinado («bronco drama el paisaje», «los despojos de esta tierra crispada») se conjuga con la evocación histórica y sentimental del «mudo duelo» de los esclavos y con el tono elegíaco adoptado:

Bronco drama el paisaje, mudo duelo

en la ultrajada montaña,

resecas nervaduras, lejanía

de abatidos titanes,

roja desolación en los despojos

de esta tierra crispada.

Y un latido

de tragedia remota que aún respira.

Lento fue el cataclismo:

torvamente

la sangre iba cubriendo los alcores,

imponiendo su estigma,

la codicia

avanzando caminos de gangrena

por los secretos túneles.

Dicen que fueron

sesenta mil penumbras

mordiendo la montaña y sus escorias,

sesenta mil anónimas tristezas,

esperanzadas muertes

en cósmico dolor acumulando

su carga de exterminios,

gesto inmóvil

de hambrientas alimañas,

hondo invierno de miedos.

Algún día,

consumada la herida y sus injurias,

las impolutas clámides

iniciaron su éxodo

para cumplir con su imperial destino.

Todo se destruyó:

sólo quedaron

sesenta mil miradas sin aurora

en las cuencas vacías.

Y este mismo silencio

que hoy nos turba y nos rasga y nos invade

las escondidas médulas del alma

como un amargo llanto de clepsidras.

Bronco drama el paisaje,

mudo duelo.

El mundo de las leyendas

Hay otra literatura sólo modernamente fijada por escrito, una literatura oral y secular que ha discurrido en forma de leyendas. Afirmaba Castaño Posse que «la sencilla y supersticiosa gente del país me pintaba aquel paraje como lleno de extrañas cavernas habitadas por duendes y otras raras creaciones de su imaginación». No es extraño, dadas las formas caprichosas de los montes del oro y de sus cuevas, adornadas unas y otras con las historias sobre romanos y moros que a lo largo del tiempo intentaron explicar legendariamente el origen del monte minado y de sus picos encendidos. La literatura oral tiene características propias: se trata de leyendas sin origen conocido, anónimas, contadas en «filandones», «fiandones» o «fiandeiros» y transmitidas de generación en generación, con variaciones, supresiones y ampliaciones que han ido matizando el relato a lo largo del tiempo. La memoria y la repetición son la frágil sustentación del relato oral que, después, distintos viajeros han cifrado por escrito.

El Lago de Carucedo y Las Médulas han dado origen a numerosas leyendas. Unas y otras forman parte del imaginario berciano; hablamos de leyendas como la ondina Caricea o Carisia, la ciudad sumergida o la trágica historia amorosa novelada por Gil y Carrasco en El lago de Carucedo . Algunas de esas leyendas las encontramos relatadas en los libros de viajes que nos han venido acompañando, como los de Acacio Cáceres Prat y José Castaño Posse; en la actualidad hay una bibliografía específica sobre el asunto; José A. Balboa de Paz publicó en 2006 Las Médulas de Carucedo: Un paisaje de leyenda , obra a la que me cabe remitir, con el fin de limitarme aquí, como muestra parcial, a las leyendas que atañen directamente a Las Médulas, básicamente las alusivas al Monte Medulio y al tesoro escondido; pero no quisiera dejar de lado una de estas leyendas de magia y miedo contada por Acacio Cáceres Prat, porque manifiesta -“más allá de lo que haya de fantasía del propio escritor- ese sentido del filandón de pastores que van transmitiendo la sabiduría popular en forma de leyendas fantásticas; penetran los viajeros en una caverna de la que comenta Cáceres Prat: «En aquella gruta, labrada por los esclavos del romano imperio para extraer el oro, recogen ahora los pastores vercianos sus rebaños en las noches de invierno, y en torno de la lumbre, mientras que llueve o nieva, cuentan raras consejas de aquellas grutas y de las gentes que pudieran labrarlas, y aseguran (...) que ha habido veces de oír un estruendo subterráneo y espantarse el ganado, y aparecer ante ellos un corpulento anciano con los cabellos y las barbas de oro, soltando chispas al rizarlas el aire que brama entre ellos, y que tomándoles, si alguna vez ha estado cerca, algún macho cabrío, y montado sobre él, ha desaparecido lanzando estrepitosas carcajadas, cuyos ecos se oyen repetir de una en otra galería, recorriendo los montes hasta extinguirse en el más remoto y elevado, en que existe una gruta misteriosa, donde tienen las brujas su aquelarre».

Entre las etimologías que se han propuesto para Las Médulas estaba la del Mons Medulium , que hemos rechazado en favor de metula , diminutivo de meta . El mítico caudillo astur Médulo habría dado nombre al monte. Médulo defendió frente a los romanos la independencia de la tierra astur. En la primera batalla los romanos vencieron a los astures y Médulo fue fulminado por un rayo. Hija del caudillo astur era Borenia, después transformada -“ante el acoso del general romano vencedor, Carisio- en la ondina Carisia, una de las más hermosas leyendas del Lago. El problema es situar geográficamente el Monte Medulium de la batalla entre astures y romanos, que algunos sitúan en Las Médulas y otros en distintos lugares de León, Galicia o Cantabria. En cualquier caso, como dice Balboa de Paz: «No dejan de ser curiosas algunas leyendas que hablan de Medulio en las cercanías de Las Médulas (...); y especialmente un romance recogido también en ese lugar por Manuel García Vuelta y publicado por Ramón Álvarez de la Braña, que relata con gran dramatismo el luctuoso suceso del monte Medulio, mencionando topónimos que aún hoy se localizan en sus cercanías: Covas, Momao o Biobra». Añade Balboa de Paz que según estudiosos como Augusto Quintana y José Antonio Carro Celada el poema puede datarse en el siglo XIII. Transcribo, por su manifiesto interés, la dolida composición: «Do foron os homes / Fillas et peculio? / Intra nostras cobas / Do Monte Medulio / E pois o Romao / A mórrernos veu; / morran elos, canes, / n-™as cobas Momao. / No monte Biobra / campan nosos homes / et porque sunt poucos / nengún aló sobra. /Anxiña Pomares / fortes nos fecimos, / et cum os paxares / nos queimaron vivos. / Intra nostras cobas / e intra os hortos / quedaron os homes / tooitiños mortos. / Et nostras mulleres / e as nostras fillas / quedaron -“¡cuitadas!- / tooitiñas cautivas. / Et aquelos loubos / do quer las mordían... / Et elas -¡poubriñas!- / xemían... ¡xemían!».

Moros encantados y otras

fantasías

De mayor interés son las leyendas del tesoro escondido, acaso porque, como quiere Guerra Garrido, caracterizan la manera de ser del berciano, que cifraría la oportunidad de su vida en un golpe de suerte, en el hallazgo de una mina o de un tesoro. Tanto el Lago como las cuevas de Las Médulas guardarían en sus respectivos fondos riquezas inimaginables. Comenta Castaño Posse: «Entre la generalidad de los habitantes de este valle es artículo de fe creer que en los desconocidos fondos de aquellas galerías se esconden tesoros de incalculable valor, el menor de los cuales bastaría para enriquecer la comarca. Estos tesoros consisten en grandes cantidades de barras de oro, alhajas, vajillas, utensilios de todas clases, y hasta campanas de dicho metal que los romanos, según unos, y los moros, según otros, ocultaron cuidadosamente en las entrañas del monte cuando se vieron en la necesidad de abandonar precipitadamente aquellos sitios». Castaño Posse refiere que en «tiempos muy antiguos» los habitantes de esas montañas disponían de libros que señalaban con precisión cómo y dónde hallar tales riquezas y cómo lograr eliminar el encantamiento a que las dejaron sujetas sus primitivos dueños. Cuando alguno intentaba dar con ellas siempre se frustraba la aventura por causa sobrenatural imprevista: «Unas veces eran moros encantados, que con su poder mágico producían ruidos estruendosos y otros artificios espantables que les hacían huir despavoridos las más de las veces; pero si su valor les impelía a seguir avanzando por aquellas laberínticas galerías, el genio guardián que allí habitaba les salía al encuentro bajo distintas formas, según la clase de personas con quienes había de habérselas. Si estas eran algo tímidas, se presentaba en figura de dragón u otro animal fantástico que, dando fuertes bramidos y lanzando llamas por los ojos y la boca les ponía en precipitada fuga. Si por el contrario eran valientes y decididos (...), entonces era un anciano venerable de blanca y larga barba el que les salía al paso y con corteses palabras les preguntaba qué querían y, en cuanto se enteraba de todo, sacaba con el pulgar y el índice de la mano derecha un poco de rapé (...) y aproximándolo a los labios, decía con voz cascada: Pues señores; que tanta noticia vuelvan a tener de ustedes como de estos polvos ; y al acabar de pronunciar la última sílaba, soplaba con fuerza sobre el rapé y... cada uno de los atrevidos aventureros que pretendían hacerle una jugarreta al viejo encantado, sin darse cuenta de ello, aparecían transportados misteriosamente en lejanos y distintos países».

Aquellos «libros y escritos» antiguos a los que alude Castaño Posse formarían el Libro de San Ciprianín , «tan raro que a pesar de lo mucho que lo he buscado nunca pude verlo». El Libro o Tumbo de San Ciprián facilitaba el acceso al tesoro oculto con datos precisos sobre señales externas que llevaban al lugar en que se encontraba. El propio guía en la excursión de Castaño Posse y sus amigos les cuenta las creencias de los pastores en «un personaje encantado, custodiando incalculables tesoros bajo la protección del demonio» en una de las cuevas en que guardaban ellos sus rebaños: «Pero lo más extraño, lo más increíble y que demuestra la ignorancia de estas gentes es la absurda creencia, casi general, de que los tesoros escondidos en las entrañas de este monte, bajo la vigilancia del viejo encantado, pueden adquirirse de la manera más fácil del mundo, evocando al demonio por medio de cierto libro que llaman el Ciprianillo ». Y les muestra tal «absurda creencia» con la aventura contada por un labriego del pueblo de Las Médulas que participó en uno más de los intentos frustrados de hacerse con el tesoro oculto en la cueva. Castaño Posse reflexiona después sobre la «imaginación exaltada por cuentos fantásticos» de estos pueblerinos cuyas creederas no distan mucho de las características del berciano noveladas por Guerra Garrido: «Basta que se reúnan unos cuantos de estos pobres ilusos, y que uno cuente una historia de este género, para que enseguida se propongan hacer otro tanto; lo llevan a la práctica, y su imaginación exaltada les hace ver palpablemente los espeluznantes detalles del cuento, con tanta apariencia de verdad, que creen presenciarlos, atribuyendo por último a una causa cualquiera la falta del resultado apetecido».

Aún así, en la noche de insomnio en que el narrador acudió solo a las entrañas de Las Médulas, desde el pueblo del mismo nombre, el miedo y los nervios le hicieron disculpar la ignorancia supersticiosa de aquellos labriegos que hablaban de moros encantados y otras fantasías, pues aquellos lugares, si de día no son alegres, de noche son «lúgubres y siniestros», y se imagina una tempestad nocturna, con sus rayos alumbrando cumbres descarnadas y cuevas tenebrosas, un «cuadro fantástico» que los lugareños ignorantes atribuirían sin duda a causas sobrenaturales.

Lo curioso es que en estas leyendas de tesoros escondidos aparezcan los moros; lo explica Balboa de Paz: «Para la mentalidad popular esos picuezos y galerías de las Médulas, los canales y los lagos como los de Carucedo, Somido y Pinzais, no pudieron ser obra humana, nada tuvieron que ver en ello los romanos. Fue, por el contrario, obra de moros, no de los moros históricos que apenas hollaron estas tierras bercianas, sino de aquella raza mítica que, antes de los astures y romanos, ya poblaba los castros y yacimientos arqueológicos; una raza que habitaba en cuevas y poseía inmensas riquezas, especialmente en oro, custodiadas por animales mitológicos como los cuélebres y dragones. Una de esas cuevas habitadas por moros fue la de la -˜ Encantada -™ en las Médulas, cuyas gigantescas dimensiones estremecen el alma».

Estas leyendas de moros no se desvían de las que sobre tesoros ocultos corren por toda la Península, y me parece indudable que su origen reside en los moros históricos, por más que el tiempo los haya mitificado.

No me he referido a todas las leyendas de Las Medulas; no era otra mi pretensión que la de exponer una muestra de ese campo en que memoria, transmisión oral, historia, magia y creencias se mancomunan para dar aliento subliminal al imaginario berciano.

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