Diario de León

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León

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«El deseo vehemente es el resultado de un conocimiento imperfecto»

(Thomas Mann)

U n hilo amarillento de sol entra por la última ranura de la persiana y toca mi cara agrisada de sueño. Me despierto. Es ya tarde y un rumor de ciudad laboriosa suena afuera. Ella ha calculado la posición del astro rey para que me anime su luz. Me incorporo y está ahí, apoyada en la pared, integrada en un juego de sombras en el que su pequeño cuerpo de muñeca antigua emana una tímida fosforescencia, una luz que no es reflejo de nada sino que nace de su interior. Me mira en silencio, con una sonrisa dulce, lejana y exótica, que parece venir de donde viene ella, un lugar que no conozco y que no alcanzo a imaginar. Sus párpados, apenas rasgados por dos líneas en medio de la tensa piel cobriza, parece que no fuesen a dejar pasar la claridad precisa para que sus pupilas vean. No sé el tiempo que llevará ahí, esperando.

Ya está arreglada, el pelo liso y negro, brilla como de mineral pulido y no parece estar hecho de cabellos sino de un paño extremadamente suave. Peinado con raya al medio y cogido en una pequeña coleta modela su ovalado cráneo que en nada hace sospechar una calavera. La cubre un quimono de seda con grandes pinceladas añiles sobre un fondo carmín que habrán de dibujar las plumas de aves inencontrables. Los pies juntos y descalzos, con los minúsculos dedos apiñados como pequeñas crías que buscaran el regazo de su madre, sobre la alfombra otomana. Las manos atrás, sobre la pared, le sirven de asiento.

Hago un gesto con los ojos y viene a la cama. Deja atrás la bata que cae con la delicadeza de lo que destapa un objeto perfecto. Su piel de tierra tostada avanza hacia mí. Entra por los pies de la cama de rodillas, erguida como quien entra en el mar contra las olas. Me besa en el medio de la boca sonriendo y deja un sabor metálico en mi lengua, noto sus dientes salados.

Cuando termino ella también. Siempre es así. Después se acurruca a mi lado y, con su oído en mi pecho, hace una seña que me indica que está escuchando mi corazón. Me vuelvo a dormir.

No sé de dónde vino. La encontré en el aeropuerto cuando vagaba perdido bajo el cartel que anunciaba un destino tan extraño para mí como Osaka. La miré de lejos, me gustó, pero como se admira a tantas cosas que nunca tendrán nada que ver con nuestras vidas, y seguí mi camino sin darle mayor importancia. Cuando, a los pocos minutos, giré la cabeza apareció con la sonrisa estática, fija, la sonrisa con promesas de eternidad, muy cerca de mi cara, tanto que era casi imposible evitar no desear besarla.

-¿Puedes pasarme esto? -me pidió con un mohín inexplicable.

Sin dudarlo cogí aquella bolsa rozando sus dedos. Nunca supe lo que había, ni siquiera me lo pregunté a mí mismo, ni siquiera reparé en que aquel acto podría haberme costado una vida en la cárcel.

El olor a sándalo quemado me despierta otra vez. Abro los ojos y la veo desnuda, de espaldas, encendiéndolo. No sé su idioma, sólo su nombre, escrito es Zsang, yo digo San. Se vuelve y me sonríe entre los hilos de humo blanco que caracolean en torno a ella. Se va sin hacer ruido, con el paso amortiguado de sus pies descalzos. Desnuda cruza la casa y desnuda aparece de nuevo en el umbral de la puerta con un cuenco de coco. Sale un vapor amarillo del cuenco. Se acerca y lo pone en mi boca. Bebo, el vaho nubla mi vista y el líquido fluye por mi cara. La sopa corre hirviendo sobre mi pecho y quedan, desnudos de su agua, dos pescaditos enteros sin limpiar con los ojos colgando fuera de sus cuencas. No siento el dolor del caldo ardiente. El vapor entra en mi cabeza y estoy aún más débil que ayer. He ido decayendo durante el año en que hemos vivido juntos. Apagándome como una planta a la que se la riega en exceso.

Nada sé de ella, ni siquiera me interrogo, cuanto más ignoro de ella más la deseo y cuanto más la deseo más me mata. Lo sé.

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