Diario de León

marcelino rodríguez alonso

el hombre del tiempo

lleva desde 1974 apuntando diaria y cuidadosamente, para la agencia española de meteorología, las muchas y variadas precipitaciones que caen sobre camplongo

ramiro

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Publicado por
emilio gancedo
León

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Uno se encuentra con Marcelino Rodríguez en la exacta situación que esperaba para un paisano que ha permanecido cuatro décadas pendiente del pluviómetro: en medio de un temporal espectacular, con cortinas de agua cayendo de forma continua sobre la cuenca minera y con el Bernesga bajando encrespado, enloquecido, revuelto en lodo y aguando los praos de las orillas. Y allá arriba, en un rincón de Camplongo, el de las sólidas —y vacías— casonas de arco y sillar, emerge Marcelino entre la lluvia armado de paraguas y calzado de madreñas, como si fuera un reñuberu o diosecillo tutelar del clima, descendido de las nubes en medio de la tromba.

Marcelino Rodríguez, ‘Marce el de Camplongo’ (ojo que el apellido del pueblo es de Arbas, así, palabra llana, no Arbás como figura ya hasta en documentos oficiales), lleva nada menos que desde 1974 apuntando con gran cuidado lluvias, nieves, tormentas y granizos para la Agencia Española de Meteorología desde que heredara la singular labor de un tío suyo, encargado de tales mediciones en la Montaña Central. Todos y cada uno de los días anota en unas papeletas de arcaico aspecto cifras que delatan presencias o ausencias de metros cúbicos y dibuja signos jeroglíficos que equivalen a los diversos meteoros, y una vez al mes lo envía a Valladolid en correo postal. Y todo por una minucia que le da «para tomarme un café el día que está frío». Después de tantas y tantas mediciones, Marce ha sacado alguna conclusión:

—Que cada año nieva menos y llueve más.

Constata el montañés que hace cosa de veinte años que no viene «una nevadona como las de antaño», pues las de ahora caen desganadas y como sin fuerza. Marce nació en 1946 en casa de doce o catorce vacas, ovejas, cabras y gochos, y con seis años ya lo mandaron a cuidar el ganado monte arriba. Como no le dieron más indicaciones, se sentó en una peña y se hizo de noche, y las vacas marcharon por ahí, y tuvieron que salir a buscarlo: «Tú, cuando veas qu’ escurece , vuelves a casa», le advirtieron, para la próxima.

Iba a la escuela aunque los jatos eran lo prioritario, y eso igual en el caso de los escolines que del maestro («que era de Tonín y también tenía ganao, si tenía que atenderlo no venía, pero es que de aquella la clase era muy diferente, si te apetecía salir, cogías y marchabas»), y entre los 9 y los 13 años estuvo en un colegio de Gijón, de donde acabó regresando: «Tuve la idea de aprobarlo todo, mi hermano, más listo, dejó algunas para septiembre y se acabó quedando allí», explica. A la vuelta se dedicó al ganado, los praos, las patatas y las lentejas, de aquella se sembraba centeno, y quienes tenían ‘casa de techo’, o sea, con cubierta de cuelmos, aprovechaban la paja para sus tejados. Y así tiró hasta que dejó las vacas, donde no veía futuro, y se puso a repartir pan, después con un camión se dedicó a bajar carbón a la térmica de La Robla y más tarde cargó cuarcita en Ciñera, entre otras cosas.

Ya no hay taberna en Camplongo («el bar es la fuente») y el número de habitantes coincide: antes eran 28 vecinos y hoy... 28 habitantes («pasan los días ensin venos », lamenta Marce). «Hace años había trabajo en todas partes y la juventud salió de aquí porque el ganao es muy esclavo, pero ahora ya no hay trabajo y no vuelven, está el capital abandonado. Además es que no te dejan hacer nada: tú quieres poner vacas, y que si tienen que estar a 500 metros de las casas, a 500 del río, a 500 de no sé dónde, ¿dónde las pones, en el monte? ¡Tampoco te dejan!». Hay cosas incomprensibles para Marce: «Antes tirábamos la basura al río y sacábamos las truchas a caldero, hoy está prohibido eso, no se tira nada y mira, no hay ni una trucha».

Así que echa de menos los tiempos en los que había menos lujos y más unidad, cuando la gente se reunía en los filanderos y contaba cosas de la guerra como la historia de aquel Felipe que tras el conflicto se refugió en una cueva y que elaboró un par de madreñas con los tarucos dispuestos al revés, de tal modo que pareciera «que si iba, en realidad era que venía...».

Tanto ha cambiado la cosa que los chavales «no saben ya ni jugar, todo el día con el cli-clí, ni hacer trastadas siquiera». Marce y otros mozos las prepararon de aúpa: tanto les fascinaban las bicis que cuando algún obrero dejaba una junto a una pared, la agarraban y marchaban con ella, y así aprendían a andar sobre ruedas, y con las motos lo mismo (no acertaba a parar la lambretta de los forestales y fue a pegar contra un montón de arena). Y otra vez no se les ocurrió otra cosa que entrar de noche en una mina cercana y prender cartuchos de dinamita («les hundimos un tramo, luego nos zumbaron con las varas... ¡zis, zas!»). Salieron justo antes de que les cogiera la explosión.

—¿Y cómo va a hacer en Semana Santa, Marce?

—Aquí, lluvia y nieve. En León a lo mejor veis un poco el sol.

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