Diario de León

aníbal benéitez criado

El maragato ‘uruguasho’

este tabernero no prueba el orujo desde que un fantasmón de falange se lo metiera por el gaznate en los años de la guerra. emigró a uruguay y regresó para instalar el bar valladolid, hoy somoza, 47 años de servicio a mecánicos, jugadores de la ‘cultu’, ganaderos y gourmets

ramiro

ramiro

Publicado por
emilio gancedo
León

Creado:

Actualizado:

El paisano es altón, pausado y de un mirar tan oceánico como la doble singladura que le llevó de joven hasta la América del Sur. Y en el segundo apellido dice llevar grapada su ocupación actual: «Ahora estoy... de criao mandao ». Criado, pescadero, labrantín, cazador, camarero, cantinero... muchos oficios en la vida y todos desempeñados con esa seria pulcritud que tan común resulta a casi toda la gente maragata. A este de Quintanilla de Somoza ya le venía la raza y el afán viajero de aquel padre que emigró a Cuba con 14 años y que allá despojó selvas enteras para plantar la caña de azúcar, y que volvió armado del tradicional machete caribeño levantando entre la vecindad miradas de mucho temor cuando con él se dedicaba a desbrozar presas de riego.

Regresó al pueblo y se casó, pero la famosa ‘gripe del 18’ lo dejó viudo, así que marchó de nuevo a Cuba y a la vuelta desposó a la prima de la anterior. Así era el progenitor, industrioso, acometedor, directo. Montó central eléctrica para dar servicio a Quintanilla y Lucillo y como en verano se agostaba el caudal decidió abrir un canal para recoger el agua de los altos, salvando gran desnivel. «Estas loco, el agua por allí no sube», le decían, y a fuerza de pico consiguió un torrente «que iba tan derecho como de aquí a Puente Castro». Era ingenioso, práctico. «Teníamos la habitación donde la maquinaria y cuando decaía la tensión, desde la misma cama le dabas a la rueda para cerrar un poco la turbina», cuenta Aníbal de aquellos dos molinos —luz, molienda y sierra— en los que le tocó bregar pero bien.

Los años de guerra los rememora con ojos de niño y para él vienen sintetizados por aquel «fantasmón» de Falange que se dedicaba a sacar a los niños y niñas de la escuela y a hacerles desfilar por la carretera cantando el Cara al sol . «Llegábamos a una taberna y en vez de darnos un refresco, una gaseosa o así, ¡nos hacía beber orujo! Yo no lo pruebo desde entonces». No hubo paseos ni sacas de sangre porque un hijo del pueblo, comandante, calmó con estas palabras al falangista: «Si tú tienes una pistola... yo tengo dos».

A los 14 ajustaron a Aníbal en una pescadería madrileña, acostumbrado oficio de los arrieros apeados del carretón tras la llegada del ferrocarril. Y ejemplifica la vida de aquellos trajineros con la historia del prócer Matías Alonso Criado, cuyo padre dejó en Salamanca al cuidado de una buena mujer en uno de sus habituales trasiegos entre Coruña y Madrid. Acabó estudiando en la famosa universidad, ocupando consulado en varios países americanos y levantando en Quintanilla escuela de piedra con su reloj entre otras obras.

De trabajar con el pescado pasó a cursar la mili en Medina y de ahí partir al Uruguay, donde vivían algunos familiares. Fueron 17 jornadas de travesía y después sucesivos oficios hasta dar con un restaurante del mismo centro de Montevideo, plaza Artigas, cuyos dueños eran como de utopía pacifista: «Un alemán y un judío, sí señor».

A pesar del ambiente y la libertad, a la vuelta de tres años ya estaba otra vez en el pueblo, a la labor del campo, a la caza del lobo y el corzo y al preceptivo casorio, pero notando también cómo le iba hozando en las meninges la idea de abrir negocio cantinero. Fue a Madrid a «ver el ambiente» y a la vuelta, en esa entrada suroriental a León entonces limpia de edificios, se fijó en un local impoluto. Lo abrió en el 68 bajo el nombre de Bar Valladolid con la buena suerte de que la Cultural, cuyo antiguo estadio estaba allí a un paso, subió a Segunda dos años más tarde. «Por aquí venían todos, Mario, Ovalle, Marianín, Paredes... el médico, el masajista, el entrenador, que se enfadaba tanto cuando los veía beber», pero también ganaderos del mercado, mecánicos de los talleres cercanos y la incipiente vecindad de raíz rural. Muchos cafés y vermús, muchos naipes, muchos bocadillos. A la hora de jubilarse, Aníbal pasó el testigo a hijo y nuera, quien hicieron del hoy Somoza un referente de recuperaciones gastronómicas. «Estos lo llevan con más diplomacia que yo, antes era... más a estilo compadre», dice, y se ensimisma, quizá pensando en aquel país donde había chavalas tan guapas que hasta los autobuses se paraban a su paso.

tracking