Diario de León

Fray Bernardino de Sahagún y Andrés Vélez

La persecución de los hombres, por unos motivos u otros, ha sido una constante en la historia de la humanidad. Las Indias, por tanto, no fueron una excepción a la regla, sino más bien uno de los mejores ejemplos de la intolerancia humana debido

NORBERTO

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JESÚS PANIAGUA PÉREZ | texto
León

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Dentro de la intolerancia que allí se gestó se vieron implicados muchos leoneses. Vamos a reflejarlo a través de dos ejemplos que hemos creido llamativos y que mejor reflejan la realidad. Curiosamente, ninguno de ellos entra claramente en el campo del criptojudaísmo, aunque también tenemos algunos ejemplos en este sentido, como el de Isabel de Carvajal, vecina de Astorga y afincada en la Nueva España, implicada en uno de los procesos más llamativos que se conocen de la inquisición mexicana y que acabaría en la hoguera tras el proceso de 1596. No es extraño que de los territorios leoneses salieran varios criptojudíos o sospechosos de serlo, pues los obispados de Astorga y León se encontraban en el eje de salida de muchos hebreos portugueses que a traves de la frontera noroccidental del reino luso pretendían llegar a Francia para escapar de la Inquisición. Algunos, sin embargo, una vez en España prefirieron utilizar el camino de las Indias para emprender una nueva vida. Fray Bernardino de Sahagún El más universal de los leoneses, considerado como el padre de la Antropología moderna, fue uno de los claros ejemplos de persecución que poco tuvo que ver con asuntos inquisitoriales o de ortodoxía, aunque pudiese pertenecer a una familia de cristianos nuevos, lo que desde luego nadie ha podido probar hasta el momento, si bien nada tendría de extraño en alguien procedente del entorno de Sahagún. Su persecución tuvo más que ver con su obra que con su persona. Dicha persecución se desarrollará en dos frentes: el de la propia orden franciscana, a la que pertenecía, y el de las autoridades peninsulares. No vamos a tratar aquí la vida y la obra de fray Bernardino, muy estudiada a nivel mundial, aunque muy desconocida en su ámbito leonés. Lo que nos interesa ahora, esencialmente, es lo referente a su persecución de acuerdo con los parámetros expuestos: el de su orden y el del estado. Bernardino de Sahagún había nacido en el pueblo de su nombre allá por el año 1499. Nada se sabe de su infancia y adolescencia. Estando en Salamanca ingresó en la orden franciscana y en 1529 se embarcó para México en la expedición dirigida por fray Antonio de Ciudad Rodrigo. Actuó como evangelizador en Xochimilco, Tlamanalco, Santiago de Tlatelolco y en valle de Puebla. Corría el año 1558 cuando recibió la orden de sus superiores de investigar sobre las culturas mexicanas. Para cumplir con su trabajo elaboró un cuestionario y se trasladó a Tepepulco, donde los indios principales le dieron información a través de pinturas y de versiones orales. Su contacto directo con esa cultura acabó familiarizándole tanto con ella que no ocultó su apreció, por lo que llegaría a decir que a los jóvenes más les servían aquellos discursos que los sermones de los frailes. Tras dos años de trabajo regresó al convento de Santiago de Tlaltelolco para continuar su labor, en la que siguió ayudándose de los ancianos más doctos del lugar para la elaboración de su obra, que tendría como resultado los llamados Primeros memoriales . En 1565 fue trasladado al convento de San Francisco de México, donde permaneció hasta 1568 con todos sus materiales reunidos, dedicándose a una nueva elaboración en doce capítulos y que darían lugar a la llamada Historia General ; pero por entonces comenzaron a aquejarle temblores en la mano que le dificultaban el trabajo y escribir a partir de 1570, teniendo que valerse siempre de amanuenses. Para entonces ya habían surgido las sospechas sobre su obra, incluso entre los propios franciscanos, pues al profundizar en la tradición indígena y transcribirla en lengua náhuatl se pensaba que aquello podía conducir a revitalizar la idolatría, todo ello sin olvidar las envidias que despertaba entre algunos de sus hermanos de Orden. Así, sus primeros sinsabores los tendría al ser elegido provincial fray Alonso de Escalona, cuando en un capítulo de 1570 los definidores consideraron un lujo todo el gasto que Sahagún estaba haciendo, por lo que se le retiraron los escribanos. El provincial, además, le requisó su trabajo y lo repartió por los conventos de la provincia. Por entonces Sahagún se hallaba destinado en Tlatelolco y parece que, a pesar de todo, siguió trabajando en su obra de manera incansable. Se había iniciado, pues, su persecución desde dentro de la Orden, en lo que probablemente también pudo tener algo que ver su buena relación con fray Alonso de Molina, que por aquellos años tuvo ciertos enfrentamientos con la Inquisición, a causa de su obra. Lo cierto es que nuestro hombre se vio enviado a una especie de destierro al convento de Tlamanlaco, en 1573, cuando era nuevo provincial fray Antonio Roldán. El utopismo franciscano de los primeros tiempos ya había pasado y Bernardino de Sahagún quedaba como uno de los restos del idealismo de aquellos primeros momentos de la evangelización y de la necesidad del conocimiento de la cultura de la Nueva España, especialmente desde que en 1565 había muerto fray Toribio de Benavente Motolinía. Pero de nuevo se abrió el camino de la esperanza para el leonés, pues en 1575 fray Miguel Navarro hizo que se le restituyeran sus documentos. Para completar su felicidad, ese mismo año llegaba a México como comisario general fray Rodrigo de Sequera, que venía dispuesto a apoyar a Sahagún, por lo que, después de que se le devolviesen los materiales incautados, le mandó preparar la versión castellana de la mencionada Historia , para lo cual había sido destinado de nuevo a Tlatelolco . Pero aquella alegría duró poco. Ahora iban a entrar en escena de manera patente los intereses de la propia Corona. Se abría así otro flanco en su persecución, del que él fue ignorante en un primer momento. Las noticias de lo que Bernardino de Sahagún estaba realizando en México habían llegado hasta la Corte. Algunos franciscanos se habían encargado de ello y de poner en guardia sobre los problemas que la obra podía acarrear. Lo cierto es que Felipe II había entregado una cédula al virrey Enríquez de Almansa para que se encargara de recoger la obra de Sahagún y la enviase a España. La interpretación del fraile de todo aquello fue en positivo, pues pensaba en un interés sano del monarca y del Consejo de Indias por conocer las antigüedades mexicanas. En realidad, él nunca vio la cédula, datada el 22 de abril de 1577, en la que se ponían de manifiesto las acusaciones que habían llegado de lo que el sahagunés estaba haciendo y, por tanto, en ella se decía que «no conviene que este libro se imprima ni ande en ninguna de esas partes». Pero añadía algo más que iba a afectar de una manera muy directa no solo al franciscano, sino a la cultura de las Indias en general, ya que añadía la prohibición de que se escribiese nada sobre cuestiones de susperstición y forma de vivir de los indios. Desconocedor de todo aquello, Bernardino se apresuró a finalizar la traducción en náhuatl y castellano, a las que se añadieron numerosas figuras. Su ignorancia de la veda que se había abierto sobre su obra hizo que al manuscrito añadiese una carta en la que decía, que, si las autoridades lo deseaban, él tenía otras copias. La respuesta fue inmediata. Se ordenaba al virrey de la Nueva España que le fueran retirados todos los materiales, como se hizo. Sin embargo el leonés no se dio por vencido y continuó con su trabajo. El primer manuscrito que envió a la Corte, sin sospechar el engaño, fue llevado por el P. Sequera y sería el que daría lugar al que hoy se conoce como Códice Florentino. Sin duda, la experiencia habida con fray Bartolomé de las Casas y a lo que habían dado lugar sus escritos, hacían temer a las autoridades las consecuencias de la obra de Sahagún, que pudiera utilizarse como propaganda negativa por los enemigos de la monarquía hispánica, en función de sus propios intereses. Dijimos anteriormente que Bernardino de Sahagún no tuvo problemas directos con la Inquisición. Sin embargo, los tentáculos de ésta eran tan grandes, que, de alguna manera, también le afectaron, al margen de lo que ya había sucedido con su amigo Alonso de Molina. Varios de los trabajos inéditos de nuestro hombre habían sido reunidos para publicar una obra con el título de Manual del Christiano , del que incluso se tuvo licencia para su impresión en los primeros días de 1578. Pero, justamente en abril de aquel mismo año, la Inquisición prohibió la traducción de textos bíblicos en las Indias, por lo que la obra de Sahagún quedó en suspenso. Desgraciadamente, de todo su amplísimo trabajo, solo vio publicada una de sus obras, la Psalmodia christiana , que lo fue en la ciudad de México en 1583. A pesar de todos los sinsabores de su vida, Bernardino de Sahagún fue un incansable trabajador hasta el final de su días, puesto que, a pesar de su deterioro físico, siguió conservando sus facultades mentales en plenitud. Cuando se vio próximo el fin de sus días fue trasladado de Tlatelolco a San Francisco de México, donde falleció el 5 de febrero de 1590. Andrés Vélez Si con Sahagún no hemos entrado muy directamente en el campo de la Inquisición, el caso de Andrés Vélez se ha presentado como uno de los más oscuros en ese sentido. Su persecución poco tenía que ver con su ortodoxia, aunque se llegara a poner en duda, sino que más bien se nos muestra como un claro ejemplo de la utilización de la institución inquisitorial en el Nuevo Mundo con fines políticos. Fray Andrés Vélez había nacido en la ciudad de León y se había formado el convento que la Orden dominicana tenía en dicha ciudad. Sin embargo, su dedicación a los estudios hizo que fuese trasladado al Colegio de San Gregorio de Valladolid, en el que juró los estatutos en 1556 y donde parece que finalizó su formación. Pasó al virreinato del Perú y uno de sus primeros destinos fue la ciudad de La Plata (hoy Sucre), en la actual Bolivia, donde llegó a ser prior de su convento. Desde allí pasaría a escalar puestos dentro de la Orden en aquellas tierras y en 1573 era elegido provincial del Perú en unos tiempos harto difíciles para los dominicos en aquellos territorios y en los que acabaría siendo una víctima más, aunque su lucha le valió la denominación de «predicador sin tacha y sin miedo» . Tras su persecución tuvo que regresar huyendo a España, donde murió retirado en Ocaña. La llegada como virrey del Perú de Francisco de Toledo fue uno de los más duros golpes para la Orden de Santo Domingo en aquellas tierras. El gran estadista manejó los asuntos de gobierno con mano dura, de forma a veces injustificada, y no dudó en utilizar a la recién creada institución inquisitorial del Perú a su servicio, de lo que incluso se llegaron a quejar los miembros del Tribunal. Pocas veces la política de la Corona y la Inquisición presentaron un frente común tan fuerte como en época de este mandatario (1569-1581). Su pretensión de entregar las doctrinas al clero secular le enfrentaron especialmente con los dominicos, a los que arrebató las misiones de El Collao y el rectorado de la Universidad de Lima, la cual tuvo su primer dirigente laico en 1571. Evidentemente, aquellas y otras disposiciones tocaron muy de cerca la médula dominicana y se abrió una especie de guerra entre el virrey y los frailes. Las tensiones llegaron a ser de tal calibre que, en capítulo de 1573, se decidió elegir un provincial que pasase a España para informar en la Corte de los abusos del virrey. El elegido para tal cometido debía ser un hombre valiente y dispuesto a enfrentarse a la situación, por lo que la suerte recayó en nuestro leonés, Andrés Vélez. Ya para entonces, en aquella confabulación entre virrey e Inquisición los dominicos en general estaban en el punto de mira de uno y otra. Andrés Vélez, claro defensor de los intereses dominicanos, era uno de los afectados por la vigilancia impuesta en secreto. El primer asunto por el que se le buscaron implicaciones de heterodoxia databa de los momentos en que había estado como superior del convento de La Plata. Después, su elección como provincial se había interpretado como un peligro en aquellas luchas de las que hemos hablado, más cuando una de sus tareas era salir hacia España para informar en la Corte de lo que estaba sucediendo en el Perú. Como era preventivo, fray Andrés solicitó permiso al virrey para embarcarse, pero este se lo denegó, por lo cual, aprovechando una forzada visita a la provincia, en 1575, salió hacia Tierra Firme y de allí hacía España, a donde llego, como dijimos, para no regresar jamás. Probablemente él ya sabía que la Inquisición andaba tras de su persona, aunque aún no se le hubiese hecho ninguna comunicación formal. Al saberse de su huida, los inquisidores no tardaron en dirigirse al Consejo de Indias para que el fraile fuese detenido, puesto en prisión y devuelto a Lima para ser juzgado por el Tribunal. Y es ahí donde primero nos surge la certeza de que el dominico leonés era un perseguido del poder, pues la inquisición limeña no aportaba ninguna prueba por la que el Consejo debiera actuar así; de hecho, el máximo organismo indiano en la Península censuró aquel proceder a los inquisidores limeños, que rápidamente aceleraron la consecución de algunas pruebas tan inconsistentes que llaman la atención y que corroboran el hecho de una persecución abierta a un disidente de la política toledana. Lo cierto es que ante la reprimenda del Consejo de Indias, la inquisición limeña se apresuró a recoger pruebas y a enviarlas para conseguir lo que pretendía respecto de fray Andrés Vélez. La primera de las pruebas hacía referencia a su estancia en la ciudad de La Plata. Se le acusaba de que, siendo prior en aquella ciudad, había predicado en las honras fúnebres del obispo dominico fray Domingo de Santo Tomás, en 1570, y que en el sermón que desarrolló no se había privado de hacer algunas proposiciones heréticas, como cuando dijo al referirse al finado prelado que no sabía si rogar a Dios por él o rogarle a él para que rogase a Dios por sus hijos huérfanos. Esta y otras proposiciones se dieron a calificar a dos dominicos: fray Alonso de Hervias y fray Francisco de la Cruz, los cuales no encontraron nada digno de ser condenado. Precisamente, uno de aquellos calificadores, De la Cruz, acabaría en las cárceles de la Inquisición envuelto en uno de los procesos más llamativos de la Inquisición limeña, que le llevaría a la hoguera. Dicho proceso se vincularía al de María Pizarro y en ambos se aprecian, al margen de proposiciones más o menos heréticas, resabios de milenarismo, en que se planteaba que el futuro de la Iglesia estaba en las Indias y que la nueva capital de la cristiandad sería Lima. Pero surgió otra nueva acusación, esta vez de María de los Angeles, beata de Utrera, que se había trasladado al Perú y que acudió voluntariamente a la Inquisición el 24 de junio de 1574. Manifestó esta beata que el dominico leonés había llegado cierto día con otro fraile, fray Pedro de Arrona, a la casa en que ella vivía. Fray Andrés, en aquella ocasión, había hablado con las hijas de dicha dueña y se burló de la beata e incluso hizo una broma sobre San Francisco y el origen de sus cinco llagas. A modo de cuento, dijo que se las había hecho él mismo con los garabatos de un carnicero al que no pagaba. Pero acabada la broma, el dominico le había aconsejado a la beata que respetase a san Francisco porque era un gran santo. La tercera acusación le vino de un fraile de su propia Orden. Se trataba de fray Andrés de Castro, el cual se presentó ante los inquisidores para decir que, estando en Chincha, el provincial dominico leonés, al irse, le dijo a su compañero de viaje que no se olvidase de El Corán. El propio denunciante aclaró que debió ser solo una broma, porque él conocía a su provincial y lo tenía por buen religioso y temeroso de Dios. Pero la Inquisición le mando llamar a declarar y acabó diciendo que hacía cuatro años que también a Chincha habían llegado fray Reginaldo de Lizarraga, el P. Vélez y el P.Gabriel de Oviedo, siendo portadores de un Corán, pero no sabía exactamente de quien de ellos era, y que, en realidad, se mofaban de su contenido. Las acusaciones, pues, carecían de consistencia, pero eran el resultado de una persecución que había puesto en el punto de mira a un hombre docto, que había tenido que abandonar el Perú sin la esperanza de poder regresar. Fray Andrés, por tanto, se quedó en España y aquí murió en el convento de su orden en Ocaña.

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