Diario de León

Tío Alberto, tres décadas curnado infancias heridas

Leonés, escritor, dibujante y arquitecto, pero, ante todo, persona dedicada a recomponer infancias rotas. Tío Alberto mantiene la ilusión por culminar la Ciudadescuela Muchachos de Leganés 35 años después de su fundación, con la ayuda de su esp

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ANA GAITERO | texto
León

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Tenía doce o trece años y montaba un circo en las corralas de la calle Ramón y Cajal. En un caballete hacía dibujos a demanda y cuando conoció al padre Silva en Papalaguinda con el circo Muchachos de Benposta, siendo estudiante de arquitectura, ya llevaba unos cuantos años de «director» de circo callejero. Alberto Muñiz Sánchez, tío Alberto (León, 1938), confiesa que había organizado una panda con estatutos y todo, que se dedicaba «a buenas causas, a defender a chavales que habían sido humillados o ayudar a las viejecitas». Un día decidió que ese pequeño mundo de la adolescencia adquiriera nuevas dimensiones y montó en unos sótanos de Leganés el germen de la Ciudadescuela Muchachos (Cemu), que acaba de cumplir 35 años de existencia en lo que fueron antaño arrabales del sur de Madrid. Tío Alberto se define, antes que ninguna otra cosa, como leonés y lo hace en el colofón de su último libro, Qué bueno es ser bueno , en el que reivindica para los niños y las niñas, con palabras y dibujos de su propia mano, la importancia de la generosidad, el esfuerzo y el respeto en la educación de las pequeñas grandes personas que van a hacerse cargo del mundo en los próximos años. Este es, más o menos, su retrato: «Tío Alberto es un leonés que lleva muchos años queriendo a los niños, escribiendo y dibujando para ellos, y como es, además, arquitecto, les ha proyectado y construido muy cerca de Madrid una ciudad completa con Ayuntamiento y Catedral incluidos. En ella, con ellos, vive y sigue con lo mismo». La Cemu está en la Avenida Doctor Fleming número 3, en la localidad madrileña de Leganés. Es como una ciudad en escala, en la que residen casi un centenar de niños y niñas. Tío Alberto se inventó la ciudadanía mucho antes que José Luis Rodríguez Zapatero, su paisano, y sus pequeños ciudadanos y ciudadanas votan cada dos años para elegir alcalde. Ahora tienen alcaldesa, Silvia, sin ninguna duda, la primera edil más joven de España. Anticipado a la democracia Lo curioso es que en la Cemu se empezó a votar antes de que llegara la democracia a España. «Éramos revolucionarios en la manera de enseñar, ahora nos hemos quedado casi victorianos», precisa el fundador. Diariamente conviven en la escuela de la Cemu -centro concertado de la Comunidad de Madrid- con otro centenar de niños y niñas externos. La ciudad escuela tiene dinero propio -el Cemu-, además de Ayuntamiento, banco (la delegación de Hacienda abre los viernes), asamblea, barrios... En sus estatutos está definida como «una escuela de democracia, de cultura y de convivencia que respeta, estimula y potencia las distintas personalidades infantiles, juveniles y adultas». Tío Alberto renunció a recrear en la Cemu una ciudad ideal porque opina que «hacer guetos y burbujas es peligrosísimo». «Algunos pueden criticarme y reprocharme que si soy tan revolucionario por qué no he hecho algo como lo de Summerhill y por qué como arquitecto no he hecho calles peatonales, maravillosas, donde no esté matrimoniada la circulación rodada y peatonal», explica. Su objetivo es que los niños se curtan y aprendan a vivir con los peligros y, para ello, añade, «hay que poner las barreras que se va a encontrar en la sociedad porque no van a quedarse con nosotros para siempre. El niño va a aterrizar, antes o después, en esa sociedad desorganizada en todos los sentidos y si no les han entrenado para defenderse... Esta ciudad de los muchachos podía ser la ciudad soñada: circulaciones rodadas por abajo, los niños por arriba...» En diciembre se cumplieron 35 años de la fundación de la Cemu. «En esencia sigo siendo el mismo», reconoce Tío Alberto en su despacho de la Academia, tal es el nombre del espacio que tiene reservado como casa y lugar de creación en la ciudad escuela. «Con más años, con más experiencia, más canas y una hija de tres años que provoca situaciones nuevas para mí», agrega. Mantiene la ilusión por concluir la construcción los edificios pendientes, entre ellos un centro comercial que servirá como fuente de financiación, para completar el proyecto final de la Ciudadescuela, sigue ejerciendo de arquitecto, pintor, escultor y escritor. Desde hace unos años ha delegado funciones directivas a dos de sus más fieles colaboradores -la dirección pedagógica la lleva Maía Ordóñez, su esposa-, sin embargo reconoce que sigue ejerciendo de Tío Alberto y está al tanto de la marcha de todos los muchachos y muchachas aunque ahora ya no dependa su educación de una forma tan directa de él. Hoy, al traspasar el umbral de la Cemu, si uno se da la vuelta puede leer, escrito en mayúscula: paz, amor, alegría. Y a cualquiera que quiera fijarse, en la aduana le muestran la arquitectura de ideas que sustentan el proyecto educativo: aquí aprendernos a no mancharnos, a mancharnos limpiando y construyendo, a cuidar de la vida, a no malgastar, a partir, repartir y compartir, a ayudar y servir. El visado de entrada advierte: «Si entras, haz lo mismo y serás bienvenido». Estas mismas palabras las leyó, en los años 80, Juan Carlos Delgado, el Pera, cuya azorosa infancia se hace famosa con la película recién estrenada de Miguel Albadalejo Volando voy . Juan Carlos llegó a ser alcalde en dos ocasiones, pero lo primero que pensó cuando aceptó entrar en la ciudad escuela es que se escaparía cuando le diera la gana y tal fue el reto con que se encaró a Tío Alberto en su primer encuentro. Luego, la cosa cambió. «El Pera, nacido y bautizado Juan Carlos, nos llegó a los once años, con complexión de ocho, rostro de veinte y experiencia de cincuenta. Nos llegó pequeño, descuidado en el vestir, malhechor y... listo como el hambre», recuerda Tío Alberto en la biografía de Delgado, Yo fui el Pera . El Tauro, sobrino de El Lute, el rey de las imitaciones y cantante Julio Sabala y la que fue campeona de judo de España, Miriam Blázquez son otros de los ex ciudadanos de la Cemu. El perfil de la infancia y de los jóvenes que llegan hoy a este complejo arquitectónico y pedagógico ha cambiado mucho, tanto como la sociedad española. «Efectivamente, se nota un cambio», reconoce Tío Alberto. «Antes, los chicos que tenían problemas estaban menos tocados por el afán consumista que impera hoy. Los de ahora están intoxicados por mensajes de poseer bienestar y éxito sin mediar esfuerzo». Y lo que es peor, «están seriamente desmotivados. Hoy hasta el niño más carente de recursos va vestido con un conjunto de marca», señala con pesar. Las prisas contra la familia Para este veterano del arte de recomponer infancias rotas o enderezar a jóvenes díscolos uno de los principales problemas de la educación es que «la ausencia de presencia paterna por el frenético mundo laboral en que estamos todos inmersos está causando un grave deterioro en la familia, en la relación paterno filial y los niños son el indicador claro de que estamos funcionando mal». A ello hay que añadir otra circunstancia que Tío Alberto reitera: «Los niños han pasado de ser agentes pasivos a que su opinión se tenga en cuenta ahora de forma casi enfermiza. De no poseer derechos, a tenerlos todo; algo que es bueno, si no fuera por que a esto no van añadidos unos deberes que también tienen aunque nadie parece decírselo. Hemos pasado de la «letra con sangre entra» a un todo vale en el aula y en la casa». Aunque reconoce que educar a los hijos de otros es más fácil y menos arriesgado que educar a los propios cree que se han olvidado cosas importantes en los tiempos de las nuevas tecnologías. La educación es «una artesanía», recuerda Tío Alberto. «Para mí, la condición sine qua non es acompañar al niño, pero a veces no se hace. Se delega en chachas, en amigos, en maestros, en la calle... Y ese hueco educacional lo ocupan otros». La Cemu se ha enfrentado con sus principios educativos a determinados tabús, los «elementos», que llama Tío Alberto: «Eso de que el niño no trabaja, en la Cemu el niño trabaja; el niño no debe ser explotado, ni el adulto, pero el niño debe trabajar porque el trabajo acorta los días y prolonga la vida; el trabajo enseña, el trabajo lúdico, asumido... Lo que no puede es ser explotado». Él ha construido una ciudad a escala física y mental de los niños y niñas porque como arquitecto sabe que la función hace la forma, aunque no es este el principio en el que se inspiran los planos de las escuelas. Pero no siempre ni todo el mundo ha entendido su propuesta. «La mayor parte de las escuelas son centros educativos porque lo pone en un cartel, pero podrían ser perfectamente, cambiando los pupitres por camas, hospitales, o por mesas, ministerios». En la Cemu los chicos trabajan estudiando, colaborando con la limpieza, cuidado y restauración de sus residencias, de la ciudad... Y luego además pueden hacer de forma voluntaria horas de trabajo en delegaciones: lavandería, autoservicio, mantenimiento, jardinería, aduanas. Uno de los principios de la Cemu es que «el trabajo dignifica» y transmitir a los muchachos y muchachas una idea positiva de éste forma parte de la labor educadora. Trabajo remunerado o voluntario los dos son igualmente importantes en este lugar. «Nuestros muchachos ven como el Tío Alberto lleva años cuidando jardines, poniendo ladrillos, restaurando edificios, haciendo cosas para el disfrute de todos». Los educadores siguen el mismo estilo y son los primeros en limpiar, cambiar muebles, recoger papeles del suelo o lo que haga falta. «Los chicos por imitación comienzan a hacerlo y también colaboran en trabajos comunitarios», explica. Involucrar a los críos, clave El éxito de la Cemu es involucrar al niño en su propia educación, lo cual es, además, «descansado para el educador», explica Tío Alberto. «Comparo a los niños con la oposición política: incordian, tratan de romper los esquemas del que manda, de lo establecido, pero cuando toman el poder, cambian los presupuestos e incluso llegan a casarse con los grupos de presión por la cuenta que les tiene». Ha comprobado en estos largos años de experiencia que si al niño se le implica en el juego del poder de los padres, lo hace muy bien, incluso a veces pueden ser más estricto que los propios educadores. La Cemu funciona como un corazón de dos ventrículos, son los adultos responsables con los muchachos. En el poder, tan monta, monta tanto... Y muchas veces los adultos tienen que enmendar la plana a las amonestaciones o castigos de los chavales. «O sea, que eso de que si los niños mandasen se acababa la sopa de primer plato y la vuelta a casa a las cinco de la mañana... Enseguida cambiarían el chip y dirían cuidado que tengo hermanitos pequeños y la sopa tiene mucha vitamina, pero mientras están en la oposición pues a incordiar. Involucrar al niño es como conseguir a la oposición, es muy cómodo», concluye. Otra cosa que llama mucho la atención al traspasar la aduana de la Cemu es la «adoración» que se profesa por Tío Alberto. Pero él asegura que «he luchado toda mi vida en contra de mí mismo como mito, como arquitecto y he destruido esa imagen, por eso digo que soy albañil sin título. Dios nos salve de los salvadores, de los líderes, esos que se suben a la palestra y dicen por aquí y por allá... Esos líderes son terribles, el daño que pueden hacer es irreparable porque muchos les siguen ciegamente. Mientras el líder más o menos mantiene un equilibrio la cosa va regular, pero como se vuelva loco pues se puede llegar al suicidio. Ya ha pasado». Pero reconoce que para ser fundador de la Cemu hacen falta razones muy poderosas. Las suyas arrancan en la infancia y se convierten en un objetivo vital en la juventud. Tuvo una precoz sensibilidad para ver las injusticias que ocurrían en torno a su casa. No entendía que personas tan sabias que eran capaces de solucionar el caos no fueran valoradas. «Cuando había una avería eléctrica que nos dejaba sin luz y ocurría aquello de hágase la luz y la luz era hecha, resulta que era un hombre con un mono al que mamá no me dejaba acercar porque decía que decía tacos, que no me convenía...», recuerda. Él no entendía por qué esa paradoja, esa persona tan sabia que estaba socialmente mal considerada. A sus ojos de niño de siete años su «padre era menos listo que él porque, aunque abogado afamado, era incapaz de solucionar un problema de fontanería que nos dejaba al pairo y llegaban estas personas que no estaban bien remuneradas y consideradas y lo solucionaban. Debía tener siete u ocho años. Esa es una de las razones para emprender esta aventura, unida a mi habilidad para diseñar arquitecturas, para dibujar...», explica. Hubo otras razones, confiesa. «Un crío leonés me sacó de una depresión. Fue un encuentro en los tesos de Mansilla en un momento muy especial. Yo llevaba dos años con una depresión: se me habían caido los tres pilares que sostienen a un ser humano, el pilar social, el amoroso y el religioso». Se llamaba Juan Ramón y tenía unos trece años. Era un niño español pero nacido en Francia, que tenía muchas cosas de Alberto Muñiz Sánchez: en Francia le llamaban el español y en el pueblo, el gabacho; «Era un niño solitario y tenía un amigo que, tardó en confesarme, era un chopo. Lo cierto es que desde que le conocí me olvidé de la depresión por primera vez después de dos años». Aquella bestia que le envolvía, que hacía que todo lo que le gustaba le dejara de gustar y no le dejaba ver la luz al final del túnel, desapareció. Aquel niño le mostró la luz con lo que le contó. «Yo creo que buscando a ese niño, Juan Ramón, ayudo a otros. Quiero encontrarlo en otros críos que se le parecen de alguna manera, sobre todo los más necesitados». Tío Alberto tenía entonces unos 26 o 27 años, y estaba en crisis porque no terminaba la carrera: el amor roto con una muchacha, la crisis religiosa que le hizo dudar de la existencia de Dios... Pese a estas circunstancias tan especiales Tío Alberto defiende que una obra que no es capaz de funcionar sin su fundador no ha merecido la pena existir. La vida ya le ha hecho superar esta dura prueba en la Cemu. «A la fuerza, como quien dice por exigencias del guión. He muerto en vida, he superado un cáncer, la terapia me mantuvo alejado de la labor y he visto que la Cemu funcionaba sin mí. Esta ha sido una de las ventajas de la enfermedad, no todo es malo en la enfermedad. Te hace centrarte en prioridades y en mi caso me ha hecho ver que soy prescindible». Pero hay otra razón de peso. «La verdad es que con Maía, mi esposa, yo tengo mi propio Tío Alberto, que me faltaba... Todo el mundo venía hacia mí y decía tío, tío, tío... y yo solía solucionar los problemas con intuición, porque la reflexión nos mata, cuando intentamos pensar en temas educativos solemos equivocarnos; es algo de intuición cuasi femenina, más que masculina». Ella es hija de Paquita Galego, fundadora, con la madre Teresa de Calcuta, de unos comedores de indigentes en Leganés. Maía y Gloria, su hija de tres años, son sus dos glorias vivas. La tercera, Gloria Fuertes, planea con su espíritu bonachón y de poeta niña por la geografía física y emocional de la Ciudadescuela. Está satisfecho de la obra. «La labor de todos estos años ha sido dura, pero no he hecho, no hago, sino lo que me llena, lo que me hace levantarme cada día». ¿Agradecimientos? Sabe que los chicos y las chicas no suelen agradecer de forma inmediata. «Casi al contrario, mientras están contigo son un cúmulo de exigencias e insatisfacciones (si recordamos nuestra infancia todos hemos tenido estos comportamientos). Sin embargo, pasado un tiempo desde que marchan se independizan, vuelven a verte, o te escriben, se interesan por cómo va la ciudad, por todos los que aquí estamos, y entonces es cuando empiezan a verbalizar el agradecimiento». Juan Carlos «el Pera», señala Tío Alberto, «es un ejemplo de agradecimiento. No hay más que oirle los elogios hacia la Ciudadescuela y hacia mi persona. Él sabe muy bien lo de «es de bien nacidos ser agradecidos...» Y su película viene a ser un testimonio y un mensaje positivo para los chavales que están en dificultades y para los educadores que tratan de ayudarles. Un premio no. El premio es que el Pera y el resto de «peras», que son muchos, estén donde están en este momento, siendo útiles y buenas personas». Ni en los peores momentos, asegura, pensó en tirar la toalla. Cuando fue procesado y absuelto de unas acusaciones falsas sobre abusos, recuerda, «la Ciudadescuela tuvo que salir adelante sin apoyo institucional, económicamente muy debilitada». Pero los educadores y el resto de trabajadores hicieron piña con él y estuvieron sin cobrar su sueldo durante varios meses. «Como en Fuenteovejuna nos propusimos unirnos y trabajar más y mejor para salir adelante y aquí estamos». Aquel proceso fue uno de los momentos más duros de su vida. «Sufrí a través del sufrimiento ajeno. Veía mucha gente triste, mis padres especialmente y lo pasé mal», confiesa. Ha tenido que superar, además otros muchos disgustos. «Cada niño que se desvía y hace algo que no está bien provoca un pellizco en tu estómago. Disgustos grandes, unos cuantos: la muerte violenta de algún chaval en accidente de coche, por ejemplo, la enfermedad grave de otros.» Pero cada niño que sale adelante es también una alegría, un motivo de celebración. «Y afortunadamente son muchos y muchas. Los reconocimientos, los premios, son también motivo de alegría, de satisfacción», reconoce. «Pero yo las alegrías las recibo de forma contenida, sin estridencias» y apostilla: «Ambas, alegrías y tristezas, forman parte de la vida, son el Yin y el Yan, la noche y el día y así hay que vivirlo». Él como arquitecto tampoco ha renunciado al compromiso. En pleno tratamiento de quimioterapia se presentó, en solitario, al concurso para la construcción de un monumento homenaje a las víctimas del 11-M, uno de los hechos que más ha impactado su pensamiento en los últimos tiempos. Tomó como punto de partida el símbolo del yin y el yan, el agua sirvió para acoger la ensenada democrática y la espesura negra la oscuridad fundamentalista. Estructuras tubulares dibujaban heridas para la memoria, cuerpos en redención, cuerpos heridos, sinrazón... En la Cemu siempre hay una memoria emocional después de las cifras y la obligada memoria económica y educativa. En la del 2004 ocupa un lugar especial tío Alberto «en plena gloriaterapia», con su pequeña hija, pues en ella se cuentan los sinsabores de una enfermedad y la llegada de la primavera con el primer examen de salud superado. «Aún quedan muchas ITVs por pasar -dice esa memoria emocional- pero con la ayuda de Dios y nuestra ilusión seguro que las superaremos».

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