Diario de León

La memoria perdida de un artista olvidado

El palacio de Botines inaugura este martes una exposición que, patrocinada por Caja España, saca de la oscuridad la obra de uno de los mejores artistas españoles del siglo XX. La muestra recupera el trabajo de Jesús Molina y éste es un adelanto

NORBERTO

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CRISTINA FANJUL | texto
León

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El olvido está lleno de memoria . La biografía de Jesús Molina podría comenzar con este verso de Mario Benedetti. La guerra consiguió acabar con una de las leyes que rigen la humanidad; nubló los recuerdos que hacen que la existencia cotidiana no se convierta en náusea, que nos mantienen alerta, que nos permiten cambiar cada día, evolucionar, sobrevivir, saber que vamos hacia algún lugar. Eso le pasó al artista zamorano (Cerecinos del Campo, 1903), una promesa que, hasta el día de hoy, ha quedado relegada hasta el punto de que resulta casi imposible encontrar cualquier tipo de información sobre su obra. Su caso, semejante al de tantos hombres de entonces, resulta especialmente desolador para todos por cuanto que Molina no fue un creador menor. Los hados jugaron sin duda en su contra. ¿Cómo explicar sino que fuera uno de los seleccionados, junto a Picasso, para mostrar su obra en la Exposición Universal de París, donde compartió honores nada menos que con el Guernica ? La muestra que el cuatro de julio se inaugura en Botines permite contemplar por primera vez desde 1937 seis de los siete lienzos remitidos por el pintor al Pabellón Español, además de una representación de cada una de las etapas por las que atravesó su imaginario artístico. Lo que la Obra Social de Caja España propone a partir del cuatro de julio es recuperar la obra de uno de los artistas españoles que la guerra enterró. Vivir una idea -exposición comisariada por Eduardo Aguirre-rescata la memoria de Jesús Molina, pintor zamorano que pudo haberse convertido en uno de los grandes de la España de mediados del siglo XX. Sin embargo, tuvo la mala fortuna de sentir la creación pictórica desde el punto de vista figurativo en una época marcada por las vanguardias, y, además, permaneció en España tras la contienda. Puede decirse que Jesús Molina respiró arte desde su infancia. A los catorce años comenzó a trabajar en el Museo de Reproducciones de Madrid, donde realizó copias de los grandes lienzos de Ribera, Murillo y Velázquez. Ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1919, donde permanecerá hasta 1924. Alumno aventajado del por entonces director del Museo del Prado, Álvarez de Sotomayor, no consigue sin embargo la beca que solicita a la Diputación de Zamora para ampliar sus estudios. En 1930 se presenta a la oposición para una plaza para la Academia española en Roma, donde se empapará de los clásicos. La impronta italiana se convertirá de algún modo en una de las anclas más importantes del virtuosismo de Molina. Como los grandes creadores, el pintor trata de encontrar el concepto, el espíritu que anima la expresión artística, la idea que genera las sombras: «Quisiera encontrar el terrible y oculto misterio del arte, este deseo y hallazgo es el que me da el tormento de Prometeo. Dentro de diez años, si existo, veré qué sensaciones puedo apuntar sobre la pintura que haga», confiesa en sus diarios. Se acerca la guerra. En febrero de 1936 participa con Desnudos durmiendo en la exposición colectiva L'art espagnol contemporaine , en París. Desde Roma sigue las noticias sobre el acontecer político español y se alegra de la victoria del Frente Popular: «Estoy contento porque creo que ahora con la experiencia pasada gobernarán bien el país». Al tiempo, vive con pesimismo el levantamiento del fascismo en Italia: «La Piazza era un espectáculo, como el que siempre dan los grandes masas de gente. ¡¡Cuándo el pueblo, los pueblos.se darán cuenta de que ya es hora de que dejen de ser ingenuos para ser aristocracia!!». Estas palabras denotan su espíritu exquisito, moderno y cultivado (sus lecturas se decantaron siempre hacia autores como Hegel, Spengler, Chateaubriand, Plutarco, Voltaire, Fauré, Ortega, Maurois o Eckermann) y muestran de manera radical que nuestro hombre nunca se dejó adocenar. La vulgaridad no estuvo entre sus debilidades. En 1936 regresa a España y es entonces cuando pone en marcha su obra más expresionista, cuando inicia la tarea de balanza entre el diálogo con los clásicos y la modernidad. Su vida en la guerra Comienza la guerra. De corazón y razón, su sentir es fuertemente republicano: «Estamos de acuerdo que empieza otra vida y que el que mire atrás quedará suicidado», destaca en su diario. Inicia entonces lo que él llama su boceto de la contienda, boceto con grandes reminiscencias goyescas en el que volcará de manera magistral todo el sufrimiento, los crímenes, el miedo, el fin, los horrores de la guerra. Ingresa en la Alianza de Intelectuales Antifascistas y también allí demuestra que la componenda y el silencio no son los ingredientes de su molde: «Se creen actuar con altas miras y la realidad es que su intención es tan mísera como las de los que nos quieren destruir», escribe a propósito de la actitud de quienes dirigen la Alianza. A pesar de que el que se le pedía era un trabajo poco menos que propagandístico, Jesús Molina va más allá y se sirve de la anécdota para sentar categoría. Se niega a «fabricar» arte que responda a los tiempos, que se ciña a los intereses mezquinos de quienes se sirven de los que sufren para labrarse una historia o servir a intereses ajenos. Él no padecía por personas anónimas. Sus hermanos vivieron la guerra como combatientes y uno de ellos, Ramón, precisamente aquel al que se sentía más unido, murió en el campo de batalla. El dolor no sólo le rondó, supo cómo pintarlo porque tuvo que aprender a sentirlo. «En un Madrid asediado por los aviones y cuando las circunstancias adversas hacen aflorar heroísmos y ruindades, ahonda en todo aquello que ilumina la esperanza en la condición humana». Eduardo Aguirre sabe bien lo que dice. En medio del sueño de la razón de muchos de sus correligionarios, Molina permanece fiel a su individualidad; no le atrae confundirse con la colectividad, la masa le es ajena. Cada vez le resulta más insoportable el trabajo en la Alianza. Exposición universal Es entonces, en el transcurso de uno de sus viajes a Valencia, cuando le proponen participar en la Exposición Universal de París. Jesús Molina compartió cartel con Picasso, Miró, Solana, Manuel Ortiz, Ramón Gaya y un largo etcétera. La mayoría de ellos -no podría haber sido de otra manera- versaron acerca de la guerra que había fracturado España. En el pabellón hispano, los trabajos de Molina - Efectos de la guerra, Fusilamiento, Ofensiva, Escena militar, Concentración de tropas o La España que no quieren conocer - se codearon nada menos que con el Guernica , la obra maestra del siglo XX sobre el dolor. Silencio y olvido Todos estos lienzos regresaron a España, pero no a su autor. La dictadura las silenció y el miedo hizo que nadie las reclamase. Durmieron durante decenios en los almacenes del Palacio de Montjuic. Josefina Alix describe de qué manera muchos de los artistas consumieron parte de sus vidas intentando recuperar los lienzos que habían prestado y cómo la mayoría de ellos murió sin ver cumplido su deseo. En palabras de Inés Gutiérrez Carvajal, los cuadros que Jesús Molina mostró en París hunden sus raíces en los goyescos Desastres de la guerra . «Hay una abstracción simbólica en el gesto, pero con ciertos toques de romanticismo. Se observa que ha sacrificado el color en beneficio de la línea, técnica que se ciñe perfectamente a sus intereses, para jugar con otros valores expresivos, como profundidad y ambientación», describe la historiadora. Jesús Molina no consiguió el éxito, ni personal ni profesionalmente, al menos el éxito que ha regido en el último siglo. Sin embargo, como decía el clásico, hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria. El exilio interior que vivió el artista fue político, pero también estético. Le falló el momento. Con motivo de una de sus exposiciones, Enrique Tierno Galván, uno de sus mejores amigos, le calificaba de genial: «Es uno de los primeros pintores europeos que sin romper la referencia al mundo exterior está eludiendo por completo cualquier conmutación intencionada». Jesús Molina decidió que él no se saldría de la corriente artística, optó por dialogar con la tradición sin dejar de ser un hombre de la modernidad, pero evitando lenguajes rupturistas. Creía que no había un sólo cambio posible, aún cuando en sus últimas obras había iniciado un tímido coqueteo con los lenguajes abstractos. Está claro que estamos ante la obra de uno de los mejores artistas figurativos españoles, un extraordinario retratista -sus mujeres transmiten un soberbio halo de modernidad- que murió apenas cumplidos los sesenta años, edad en la que otros comienzan a rentabilizar su obra. Tuvo reconocimientos, pero el silencio se enseñoreó de su obra, impidiendo que la posteridad le dejara ocupar un sitio. «El arte no tiene pasado ni futuro. El arte que no sea capaz de asegurarse el presente nunca valdrá nada: Sus formas aparecen y desaparecen con el flujo y reflujo de los fenómenos sociales. Si responden verdaderamente a sus fines, dejarán su huella indeleble», decía al artista en 1958. Resulta imperativo que la obra del zamorano Molina, muchos de cuyos lienzos están en el Museo de Arte Noderno Reina Sofía de Madrid, adquieran la dimensión que siempre debieron tener. «La historia del arte no se puede reducir a los grandes nombres», destaca el comisario de la exposición, Eduardo Aguirre, y uno de los retos de la gestión cultural debería ser contribuir a que los nombres empañados comiencen a ver la luz. Recuperar la memoria «El hombre, merced a su poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Este es el tesoro único del hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos de siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a gota en milenios. Por eso Nietzsche define al hombre superior como el ser. Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al orangután». Ortega y Gasset sabía bien lo que decía. Aprovecho la cita del autor de La deshumanización del arte en dos sentidos: para describir el desarrollo artístico de Jesús Molina y para destacar la importancia de abrir, limpiar y cauterizar las heridas provocadas por una época que hay que tener presente. Estos días deberíamos volver los ojos hacia el gran vitalista español para poner orden en el caos político y darnos cuenta de que la búsqueda de la memoria del reciente pasado español ensuciará e iluminará por igual a ambos bandos. No hay lugares inmaculados, el alma humana tiene demasiados pasillos y eso es algo que todos deberíamos tener claro antes de abrir la caja de Pandora. La tercera España no fue una sección desgajada, aparte de republicanos y nacionales, sino una quinta columna perfectamente trabada en cada una de las secciones que hicieron la guerra. Por eso resulta importante hacer un ejercicio de catarsis, para recuperar el tesoro de los errores que todos cometimos, para criminalizar actitudes, comportamientos e ideas que fueron generales, y alabar aquellas otras que siempre surgen en medio del crimen y la miseria y vienen a rescatar el alma del hombre de la indigencia general. Jesús Molina lo hizo en sus diarios: «Segundo día de aniquilamiento espiritual por el trabajo de colaboración que estoy prestando (...). Tampoco podré soportar mucho tiempo el colaborar a esta prostitución del arte (...) La mayoría de los intelectuales que se reúnen en esta asociación son unos pedantes y faltos de nobleza natural y parece cierto que algunos han ocupado el puesto vacío que dejaron los marqueses, pero a estos les falta toda aristocracia».

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