Diario de León

Demetrio del Valle: «Como Voltaire,creoque lavidaes una bromapesada»

«Toda la vida he disfrutado enseñando las matemáticas así que me dedicaría a eso»

NORBERTO

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VICENTE PUEYO | texto
León

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Siempre hay gentes dotadas para esas cosas que a una gran mayoría de los mortales nos parecen propias de superhombres o de marcianos; por ejemplo, las integrales y el cálculo diferencial. Demetrio del Valle Ramos es una de esas personas. El tiempo y la vida pasan hoy lentos a su lado, pero, a sus 77 años, conserva fresca una mente analítica que ejercita leyendo a Schopenhauer en la biblioteca de la Residencia Nuestra Señora del Camino. Va por la tercera lectura de El arte del buen vivir , del filósofo alemán, y cuando contempla algunos panoramas humanos en la residencia, coincide con Voltaire en que la vida es «una broma muy pesada»; pero no le oirás quejarse. Mira atrás con serenidad y, al hacer memoria, nada esquiva; sólo pasa de puntillas por un matrimonio que le dejó dos hijos y un agrio sabor ya que se averió a medio camino y le convirtió en hombre de hostal. La muerte de su hija, Celestina, también desbarató los horizontes. Pero queda su hijo, José Manuel, y su nieto Rodrigo, el karateka. «Aunque en realidad he trabajado 32 años en el INI, he simultaneado el trabajo como funcionario con la enseñanza. Toda la vida me han gustado las matemáticas y la física, de forma que, si volviera a nacer me dedicaría, con más dedicación si cabe, a enseñar las matemáticas porque he disfrutado mucho cuando lo he hecho». - Sin embargo, parecía usted predestinado a la medicina... - Sí, mi padre, Demetrio del Valle Chamorro, estuvo cerca de 30 años de médico y forense en Castrofuerte. Yo me sabía los libros de medicina de mi padre casi de memoria y efectivamente hacia ella me encaminaba. ­- Pero la cosa no prosperó... ­- Le diré. Yo hice el bachillerato en los Agustinos de León y el primer año que llegué a Madrid, tendría yo 18 años, me examiné y saqué buena nota para ingresar en la facultad. En el primer trimestre asistí a unas prácticas en el Hospital de San Carlos y había una enferma a la que iban a hacer una traqueotomía pero se le pasó la anestesia y, entre la sangre y los quejidos de la señora, me mareé. Unos compañeros me sacaron al patio a que me diera el aire y yo, en cuanto regresé a casa, le dije a mi padre: «papá, de medicina, nada; yo no valgo para esto». El caso es que yo había asistido con mi padre a diez o doce autopsias sin mayores problemas pero aquel episodio me abrió los ojos. Cambié de idea y comencé a prepararme para ingeniero industrial. Opté por ingeniería eléctrica y, cuando acabé la carrera, me llamaron de la Academia Santa Bárbara de León para dar matemáticas. Y así empecé. Justo en esa época comenzó a cursarse la Ingeniería de Minas en León y di clase a gente ya mayor, generalmente capataces, que tenían que hacer tres cursos para pasar a ingeniero de minas. Y yo les explicaba el cálculo diferencial, el cálculo integral, etcétera. A mí se me daba bien eso de enseñar pero estando allí me llamaron del Instituto Nacional de Industria (INI) donde había hecho una solicitud; me fui a Madrid y me dieron la plaza y allí estuve 32 años. Mientras habla, busca Demetrio la fotocopia de una distinción que le otorgaron por sus 25 años de trabajo en el INI: «Medalla de bronce por su servicios....» y rememora aquellos años del instituto, en pleno desarrollismo franquista, donde pululaban curiosos personajes como Sánchez Juliá, «un catalán multimillonario que aportó mucho dinero en la guerra y decían que mandaba allí más que Franco; de él me contaron también que durante la guerra cruzó la Puerta del Sol con un copón en la mano y gritando ¡viva Cristo Rey!». No parece que queden dudas de la afección de Juliá al «régimen» por antonomasia. Por su despacho del Departamento de Construcción, Demetrio vio pasar proyectos importantes en un momento en el que se ponían en marcha iniciativas de mucho calado en el sector energético: centrales térmicas como Compostilla, hidráulicas, pantanos, etcétera. Pero, siendo el trabajo que llenó buena parte de su vida, no se lo pensó demasiado cuando le propusieron si quería prejubilarse. «Tenía 59 años y, al echar cuentas, estaba claro que me salía mucho mejor marcharme que quedarme. Marchándome iba a ganar cerca de 25.000 pesetas más que si me quedaba porque, entre lo que me correspondía al mes más los intereses que me iba a proporcionar la indemnización, más las clases que pensaba seguir dando, salía mejor». Quizá fue este periodo de feliz prejubilado el que le permitió disfrutar más enseñando a sus alumnos a moverse con soltura en la selva de las integrales. Por el Hostal Salamanca, del que fue huésped varios años, y por las diferentes academias madrileñas en las que enseñó, pasaron muchos chicos que se beneficiaron de su habilidad para hacer fácil y comprensible lo que parecía un puro enigma. Cara o cruz Hablando de los extraños recovecos del destino, Demetrio sonríe al recordar que su paso por este mundo se debe a un cara o cruz: «Gabriel, mi abuelo materno, y su hermano, mi tío Eulogio, querían ir los dos para agustinos pero mi bisabuela Amalia dijo que uno de ellos se tenía que quedar a cargo del patrimonio familiar. Así que cogió una moneda, una alfonsina, y dijo: si sale cara, va Eulogio y si sale cruz, va Gabriel. Salió cara y fue Eulogio a los agustinos. Si sale cruz, yo no hubiera existido porque, el que sería mi abuelo, hubiera ido para fraile...». Y, en ese juego de contraluces, brillan aún algunos recuerdos que se dirían pasajes de novela si no se hubieran grabado con el fuego indeleble de la mirada de un niño: «Yo tenía seis años cuando comenzó la guerra y estábamos en la escuela... aquello fue terrible... Llegaron en dos coches unos falangistas de esos que llevaban una gorra roja con una borla... no se me olvida. Salieron cuatro y nos dijeron a los chicos: 'hagan el favor de salir'. ¡Amigo de Dios! Empecé a correr hacia mi casa y entré gritando: ¡Papá, que se llevan al maestro, que se llevan a don Tomás!... no se me olvidará en la vida... Daba la casualidad de que la mujer del maestro estaba con mi madre haciendo una especie de vestidos para muñecas de trapo y mi padre llamó a mi madre y le dijo lo que pasaba. Entonces mi madre, con todo el cuidado que pudo, se lo dijo a la mujer y le dio una especie de ataque de histerismo. Echó a correr camino de su casa gritando; ¡ya sabía yo que esto iba a pasar! Y no había forma de contenerla. Eso no se me olvida en la vida; es que los estoy viendo salir del coche...». Al encender la mecha de aquellos días de oprobio, recuerda Demetrio otra historia que le contó su padre: «Buscaban a un médico que estaba en Cuadros y, cuando se enteró de que iban a por él, se metió en la huerta para esconderse y se subió a lo alto de un nogal frondoso. Allí permaneció muy quieto viendo desde arriba a la gente armada que habían ido a buscarle. Al final se marcharon, bajó, se escapó y consiguió salvarse». Pero la puerta de aquel error superlativo ya se ha cerrado, como se va cerrando el arco vital: de Madrid, a su León. Ya quedan cerca Castrofuerte y el pueblo primero, Algadefe de la Vega, donde aún laten los ecos de su madre, Emilia Ramos. Ya es tiempo de lectura sosegada: «Le oí decir a Lara, el de Planeta, que la mejor novela que puedes leer es la historia, y le hice caso; me gusta también la filosofía». No hay muchos en la residencia que lean a Schopenhauer. La vida, a estas alturas, suele discurrir como un río manso y silencioso salvo para quienes, como Demetrio, no están dispuestos a abdicar de lo que alguien llamó la funesta manía de pensar. Por eso, no esconde un ramalazo de escepticismo, que es como un teorema de la inteligencia: «Dice la biología que todo nace, crece, se desarrolla y muere; yo creo que falta algo: padece y muere. Digo yo que, si es tan bueno el supremo hacedor, si es tan justo y sabio... Cuando llegas a cierta edad y te pones a pensar... Al final, digo como mi padre: de lo que veo creo la mitad, de lo que no veo, la mitad de la mitad». Ya lo dijo el filósofo: «Las religiones, como las luciérnagas, necesitan de oscuridad para brillar».

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