Diario de León

El correo rural tiene los pies de barro

Sólo una de cada cien cartas es personal y manuscrita. A los demás les escribe el banco. 243 carteros hacen las rutas rurales en León, 22 de ellos a pie. Pero sus días parece que están contados

NORBERTO

NORBERTO

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MARÍA JESÚS MUÑIZ | textos
León

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Benjamín garabateaba su primera carta de amor desde el frente de Valencia cuando empezaron a sonar las campanas. Madrid se había rendido. «Caían las armas de los rojos igual que tirar paja». Había entrado quinto en el 36 y volvió licenciado con una ilusión: «Repartir el capital con mis hermanos y casarme con Herminia». Benjamín García Courel se enamoró de Herminia a los cinco años, pero no se declaró hasta que volvió de la guerra. Casi 90 años de amor, él cumple 93 el 24 de julio, «ella en la Pilarica». «Una mujer que cosía en su casa le dijo que cómo iba a elegirme a mi, que no tenía nada. Pero entonces las fincas se estimaban, y yo se las prometí. Le dije a Herminia: mis palabras son escrituras. Si no me quieres no te lo diré más, pero mañana cuando me veas con otra no te quejes». Ella dijo sí, aún sonríe al recordar cómo. «Herminia, ¿quieres a Benjamín como esposo, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte os separe?». «Pues entonces, ¿a qué he venido?», le espetó al cura una nerviosa novia. «Yo lo dije muy despacito». ¿hasta que la muerte os separe? «Sí, sí que quiero». No hubo más cartas de amor, pero sí una vida juntos. Aquejada hoy por la tormenta de la enfermedad y la depresión que sufre aquella novia impulsiva, que llama desde el interior de la vivienda en lo alto de Cadafresnas. «Tiene miedo de que me caiga por aquí. Yo voy tirando, pero ella está muy mal». A Benjamín ya sólo le escriben los bancos y Hacienda. Sobres que le tiende la mano de Javi, siempre preocupado por cómo se ha levantado hoy Herminia. «Aquí ya no escribe nadie, uno de mis nietos se enamoró de una mujer de esos países extranjeros y vive en Palma de Mallorca; el otro sí viene más a vernos». El teléfono dejó aparcados para siempre lápiz y papel, y ahora la única correspondencia que corre por el valle, por el mundo, es la comercial. La que reparte a diario Javi entre los pocos habitantes de este rincón a la sombra de la peña del Seo. José Javier Morán Calvo llegó a estos lares hace dos años pero conoce ya palmo a palmo los escarpados recovecos del zigzag que buscó el wolfram. Jovial cartero que sortea al milímetro los infinitos baches que jalonan el camino, con la misma agilidad que sondea los socavones de una geografía humana donde se entrelazan penas y esperanzas, y no pocas miradas perdidas en un pasado en el que no todos peinaban canas. Es uno de los 243 carteros rurales que todavía surcan la provincia para acercar el correo a cada rincón, por remoto que sea. Hace una década eran un centenar más. 22 de ellos todavía van a pie, muchos porque lo consideran más cómodo o porque lo han hecho toda la vida. Por Olleros de Sabero, Reyero, Toral de los Vados, Toreno, Valtuille, Matarrosa del Sil, Vega de Espinareda,¿ Hacen un recorrido medio de 15 kilómetros. La mayor parte son «enlaces», un compañero les acerca la correspondencia de la zona desde las oficinas de reparto y clasificación, y ellos la dejan luego en cada casa, debajo de cada puerta, en cada rendija de una ventana,¿ Porque cada ciudadano tiene su buzón particular. Y una confianza ciega en quien reparte, que ya sólo puede tenerse allá donde el modo de vida quedó estancado hace décadas. Uno de los carteros explica cómo a un vecino tiene que dejarle la correspondencia en una mesa dentro del cobertizo anejo a la vivienda. «Un día me dio por mirar al techo y había siete jamones. La puerta siempre abierta y nadie en casa. Nunca les faltó ninguno». Gentes que piensan que el cartero está hecho de una madera mezcla de notario y guardia civil. O mejor. «Un día un hombre me dio un sobre para que se lo entregara a su hermana, que vive en un pueblo cercano también de mi ruta. Le dije que por lo menos lo cerrara, pero no quiso, casi se ofendió. Había un millón de pesetas». Qué será de estos recados de hombres y mujeres de bien si prosperan los planes de Correos en pos de una empresa más rentable. «Se va a la destrucción del mundo rural, ya no habrá contacto con la gente», explica uno de los repartidores que sigue las rutas de barro. Dicen que Correos quiere instalar casetas postales para varios pueblos agrupados, y que sean los vecinos los que se acerquen a recoger su correspondencia. Pero no habrá una caseta para cada pueblo, los viejos tendrán que desplazarse también para ponerse en contacto con el banco. Están haciendo pruebas en Galicia, Asturias y el País Vasco. Qué va a ser de los carteros del campo. El futuro del servicio público es incierto, pero los repartidores coinciden en que nadie querrá afrontar una misión que es económicamente deficitaria. «Pero socialmente tan necesaria¿» Eso no tiene casilla en la cuenta de resultados de la compañía, si se cumplen los temores sobre las consecuencias del fin del monopolio. De momento la directiva europea sobre la competencia en el sector postal se ha retrasado del 2008 al 2011. Alemania y Francia no quieren un sistema de operadores privados. En Gran Bretaña la privatización acabó en desastre. Son los nubarrones que se ciernen sobre la misión de estos trabajadores que ven cómo desaparecen rutas del campo para ampliar la plantilla en las ciudades, y siguen sorteando baches y trompicando pedruscos para que los sobres continúen llegando a su destino. Mientras puedan. En Dragonte María Courel se alegra aun cada día, como si fuera un milagro, de que Javi siga correteando de casa en casa con las nuevas financieras en la mano. «Hace poco nos dijo el cura que no iba a venir más. ¿Pues qué íbamos a hacer entonces?». A María ahora sólo le escriben alguna postal sus nietos. «Para lo demás está el teléfono». ¿Nunca le gustó escribir? «Para qué, no salí del pueblo. Bueno, sólo estuve unos años en Francia. Escribía a mi marido y mis hijos». Sólo hasta que pudo volver. Y ahí se acabó la aventura literaria. La ruta del wolfram Desde Villafranca a Dragonte serpentea una maltrecha carretera que deja a la derecha el brote de la primavera en la vegetación de monte, y a la izquierda dibuja un precipicio cuyo fin se aleja más en cada curva. «La arreglaron hace poco, ahora está mejor». ¿Mejor que qué? «Es por los camiones que bajan de la cantera, el asfalto se deshace». Pero el traqueteo no ha hecho más que empezar. Para llegar a Cadafresnas la furgoneta del cartero se envalentona con una pista cuyos baches y pedruscos no tienen ya secretos para el mensajero. Poco queda ya de aquel pueblo al que en los años 40 acudieron cientos de buscadores de fortuna para arañar aquellas piedras negras por las que peleaban alemanes y aliados en plena Segunda Guerra Mundial. El wolfram nunca había valido nada. Y poco después siguió sin valer nada. Pero durante un tiempo esta esquina del Bierzo supo cómo vivió el lejano oeste norteamericano la revolución de los buscadores de oro. Dicen que hasta había tiroteos. Riqueza no quedó, pero al menos dejaron los caminos. «Lo malo es la lluvia, se forma un barro muy resbaladizo y hay que ir con cuidado». El que no hay que perder en un trazado diabólico donde en cada recodo aguarda una caída libre de tantos metros que es mejor no echar cuentas. Sólo si se alza la vista (todos, menos el que conduce) compensa contemplar un mar de montañas con lejanos picachos nevados y suaves lomas verdes, arañadas por un incesante zigzag que semeja un capricho geométrico entre pequeñas islas de tejados de pizarra. Son las casas de Perandones, Horta, Otero, Villagroy, Viaria, Hornija, Melezna, Los Mazos,¿ Algunos de estos pueblos encastrados en el aislamiento de un paisaje espectacular sólo se comunicaron a través de un camino más o menos estable por las rutas del wolfram. Un recorrido de 109 kilómetros que antes hacían tres carteros y por el que ahora sólo repta Javi. Nueve pueblos que son en realidad dieciocho, porque todos tienen el barrio de arriba y el barrio de abajo, bien diferenciados. «Aquí dicen que van a arreglar el camino». «Por allá cuentan que van a asfaltar». «El alcalde asegura que esto va a mejorar». Pero mientras, cada mañana, los baches. Y en invierno la nieve. «Son peores las heladas. Si te cruzas con los panaderos o el taxi que lleva a los niños al colegio les preguntas cómo está la trinchera . A veces no se puede bajar». Cada principio de invierno Javi coloca en su coche unas ruedas nuevas, capaces de clavar las uñas en las cuestas heladas de pendiente casi vertical donde no da el sol y no hay respiro al resbalón. «Muchos días hay que dejar el coche y bajar al pueblo andando». Casi reptando por las orillas de un camino de espejo que promete una caída segura. Ruedas y averías de caminos de cabras que adelgazan el salario de estos carteros rurales, unos 850 euros de media. Cobran 22 céntimos por kilómetro recorrido y con ello tienen que pagar coche y combustible. Los gasóleos han subido un 45%, la mejora de Correos dicen que un 2%. Salen mal las cuentas. Una realidad que el mensajero asume, por más que se aleje de aquel ideal de juventud que le llevó, junto con un amigo, a solicitar una plaza para hacer las sustituciones de verano. «Un conocido nos dijo que había carteros que repartían a caballo, y pensamos que estaría bien pasar el verano así y sacar un dinero». Y dar un respiro a la construcción, en la que trabajaba este ponferradino. No le llamaron ese verano, pero sí en el otoño. Y no le dieron caballo, se tuvo que buscar un coche para repartir en la zona de Los Barrios, donde pasó varios años. Los suficientes para hacer de su vida sentimental también una historia postal. Por allí recogía la correspondencia de sus padres una moza que un día se quejó coqueta al cartero de que nunca trajera nada para ella. «Tú por eso no te preocupes». Al día siguiente le entregó una postal. «Para mi chica preferida». Y un teléfono. «Ni le puse sello, se la di en mano». Ella marcó aquel número y hoy comparten alianzas e hipoteca en Flores del Sil, de vuelta a su Bierzo natal. Más sabe el diablo... Pocos detalles se escapan a la perspicaz mirada verdosa de este mensajero de discurso aparentemente tímido, pero fácil y cercano a cada una de las personas a quienes conoce por nombres y apellidos, remitentes y familiares. Árboles genealógicos completos para saber dónde dejar un sobre escrito a modo de jeroglífico. El nombre y el pueblo. «Pero a veces hay dos o tres personas con el mismo nombre y apellidos, y aquí no hay ni calles ni números para orientarse». Más sabe el diablo por viejo¿ «Estos dos se llaman igual y tienen los mismos apellidos. Pero al que vive aquí le escribe Caja España y al de ahí arriba Caixa Galicia. Ahora ya sé dónde dejar cada carta». La carta y lo que manden. Ahora no tanto, pero de recados y de jornadas sin horario sabe mucho Nicanor Miguel Valbuena, con casi 40 años de servicio. Desde el 69 al 93 en los Picos de Europa. Lleva otros doce años en la zona de Corullón. En Picos, de septiembre a mayo, pendiente de la nieve. 20 kilómetros con esquís para llegar al Pontón y recoger el enlace, y otros 20 kilómetros de vuelta. De Posada a Santa Marina, de acá para allá, durante días era el único que pasaba por los pueblos. Le encargaban las medicinas, el pan, el pescado,¿ «Y el tabaco. Con eso había muchas urgencias». Aunque para correo urgente, el del juez retirado en el paisaje montañoso que no renunció ni un día a leer el periódico. «Daba igual el tiempo que hiciera. Si no le llegaba el Proa, ya teníamos pleito». Las cartas más esperadas eran entonces las de los emigrantes. «A veces se pasaba un año sin saber nada de los hijos que habían marchado. Cuando llegaba la carta las madres respiraban». De aquella zona muchos marcharon a Estados Unidos, «como pastores de ovejas en aquellos desiertos. Les daban un rifle, un caballo y una tienda, y se pasaban meses sin ver a nadie. Cómo iban a hacer llegar las cartas». Aunque para emociones, las que daba algún giro cuando llegaba. O las pensiones. «El dinero, ese sí que hacía llorar». O los primeros síntomas de modernidad. «Hubo un todo terreno. Pero el primer coche que llegó por allí fue mi seiscientos. Cómo subía las cuestas por la nieve, con aquellas cadenas¿» Porque entonces el cartero era una autoridad respetada. Aún hoy, repartir el correo debe ser para Javi una cura de autoestima. En cada puerta le llueven los piropos de los parroquianos. Buena gente. Y, si no tuviera que cumplir contrarreloj el sinuoso trazado de sus más de cien kilómetros de recorrido diario de reparto, también le lloverían no pocas meriendas y brindis. «Antes podía pararme a charlar un rato o a tomar algo, ahora si me paro no llego a tiempo a cerrar el parte». Multas en los caminos de barro Casi mejor que las prisas le priven del vino, porque los maltrechos caminos por los que transita no están exentos de los inconvenientes de las grandes infraestructuras viarias. «Por aquí hay que tener cuidado con la Guardia Civil». Incomprensible reflexión cuando la furgoneta semeja una batidora, un imparable tiovivo esquivando las rodadas y los morrillos de los precarios caminos de tierra. «Es que algunos aprovechaban el recorrido aislado para pasar droga a Galicia. Y vinieron los guardias. De paso que vigilan, aprovechan para multar a alguno que no lleva el cinturón, o que viene de la bodega algo más contento de lo que permite la ley¿». Aunque, para tranquilidad, la que le da el comprobar que el coche de uno de los vecinos de los últimos pueblos del recorrido está aparcado delante de casa. «Ahora ya vuelvo tranquilo. Es que el hombre no ve bien, y no es la primera vez que me lo encuentro de frente en una curva y va por el medio del camino¿» ¿Y cómo haces si te encuentras otro coche aquí, en esta estrechez al borde del precipicio? Sonríe y encoge los hombros. No hay palmo de terreno que no guarde una historia para este infatigable cartero rural. Las fuentes, una de sus pasiones. «Esta tiene un agua que parece un poco sosa, pero es muy buena». Ni rostro que no esconda una gran historia que contar. De su paso por los jesuitas y los salesianos de León se quedó, entre otras «curiosidades que despertaron», con la mirada crítica del aficionado a diseccionar las películas de cine. Cada confidencia esconde así materia prima para un buen guión. Los hay desde sagas familiares hasta secretos de alcoba. Siempre hay alguien que cuenta algo. Y alguien que lo esconde. Flora García aparece como un cascabel por una esquina de su casa en Viariz. «Estaba arreglando un poco el huerto». Bromea, pide un centro social para entretener a la «juventud» del pueblo. ¿Quién la escribe, Flora? «Quién me va a escribir, si no tengo a nadie». Y rasga la pestaña de un sobre con el inefable logo de la Agencia Tributaria. Decae la charla y el ánimo de la mujer, que acaba sentada en un poyo al lado de la puerta. «Dónde voy a ir yo, donde quieran llevarme». Tiene días mejores y peores, y hoy, cuando por fin escampó en el cielo del abril lluvioso, los nubarrones se han levantado con ella. «Que tengo yo el día así¿». Ánimo, Flora. Avelino pregunta mientras al cartero qué hay de aquello suyo. «Ahí lo tengo, tiene que cogerlo usted». «Pero a qué viene ahora escribir a mi suegro, que murió hace ya cincuenta años¿». Javi lee los detalles que la vista cansada de Avelino no llega a descifrar. Porque aquí el cartero hace de todo, sobre todo de intérprete, gestor, asesor,¿ Y muchas veces recadero. Unos no ven, otros no saben leer, estos no entienden lo que les ordenan esas redichas cartas administrativas y aquellos no deciden qué hacer con las exigencias de los bancos o las trampas de las compañías telefónicas. O no pueden bajar por sus medicinas, o necesitan algo para comer. Aunque ahora un pequeño autobús pasa los martes y viernes camino de Villafranca. Y los achaques hacen que los viajes en taxi a Ponferrada, al médico, sean más frecuentes. Invertebrados A parte de estas escapadas, poco más que las idas y venidas del cartero, los vendedores ambulantes y los panaderos rompen el silencio y la rutina de los habitantes de estos pequeños pueblos, que viven de espaldas a las grandes rutas de la comunicación, esas que dicen los políticos que vertebran los territorios. Invertebrados en un paisaje en el que las décadas y la I+D no han hecho mella. Si acaso, porque las labores del campo son hoy las justas («arrancar unas hierbas entre las berzas del huerto») y el ganado casi inexistente. Javi avisa a todos cuando la Junta empieza a enviar las cartas anunciando las campañas de saneamiento ganadero. Mucha complicación para unas vidas que, con suerte, dependen de las pensiones. Y el poco ganado que hay, anda suelto. «Tienes que tener cuidado, a veces das una curva¿» Hace poco dos vacas peleaban en el medio del camino. En su batalla se fueron acercando al coche detenido. «Sólo temía que me abollaran el capó». Están también los zorros, los rebecos y los jabalíes. «Pues mejor que no te salga el lobo, porque como te coma por aquí no se enteran hasta que vengan a buscarte para que votes en las elecciones sindicales¿», bromea un viajero. Ahora, para ganado fiel, el de las decenas de perros que corean cada día su llegada. Se miden como viejos conocidos. Le ladran, le lamen, le saltan encima,¿ «Cuando hay barro me ponen perdido». También de los de cuatro patas se sabe el cartero las intimidades. «Este tiene una voz ronca, pero luego no se acerca». «Aquel ladra fuerte, pero luego no hace nada porque no ve. Tiene cataratas». Y se acerca el can con sus ojos nublados oliendo que hoy el visitante trae demasiada compañía. ¿Y ese que está tumbado en la carretera y no se inmuta? Lo esquiva con naturalidad. «Tampoco se entera, también tiene cataratas». Sólo hay un perro malaje, en Melezna, con el que no ha llegado a un pacto de no agresión. «Me sigue detrás de la verja, me mira, me mide, pero no me ladra hasta que no llego. Y si la puerta no está bien cerrada, tengo que estar atento, coger un palo y correr hasta subir las escaleras. Mientras dejo las cartas tengo que darle para defenderme». Yo casi mejor te espero aquí en el coche. Porque los perros son, con el mal tiempo, los grandes enemigos de los carteros. La mordedura es uno de los accidentes laborales más frecuentes. Y no hay confianzas que valgan. Lo cuenta Marta, que durante años midió los terrenos a un perrazo que vagueaba delante de una de las puertas de su recorrido. «Cuando yo llegaba se levantaba, yo metía las cartas por debajo de la puerta y luego volvía a tumbarse». Hasta que un día se levantó como siempre, y cuando ella se agachó le apretó el bocado. No todos son sinsabores. Uno de los vecinos de Hornija le preguntó cada día, durante meses, si por fin hoy le había llegado la carta anunciado la ansiada paga de jubilación. «Hace poco le llegó, y me dijo que teníamos que celebrarlo juntos, que me invitaba a comer». La mujer del afortunado le pregunta. «¿Todavía no habéis quedado? No le dejes que se distraiga, que te invite a comer en El Capricho». A parte de las pensiones pocas alegrías trae la correspondencia por estos lares. «Si escriben, será para que pagues», es la conclusión más frecuente entre la parroquia carteada. «A ver si alguna vez traes un giro». Hay lo que hay. Y lo que hay hoy, en abundancia, son cartas de Campelo, un popular almacén de castañas de la zona. «Se ve que se las compran, y ahora les mandan los recibos para hacer la declaración de la renta». Y pocos ingresos extras más. Y contadísimas cartas personales, casi ninguna manuscrita. Sólo un 1% de la correspondencia que se reparte hoy en la provincia está escrita de puño y letra, incluso las felicitaciones navideñas son cada vez menos. «Cuando llega una carta personal, la tratamos con mimo. Es una ilusión, algo muy especial». Algo menos para los carteros que reparten en zonas con residencias de ancianos; y sobre todo a los que llevan el correo a las cárceles. Ahí, como no queda otra, el género epistolar sigue siendo el rey. Llegan sobres con corazones, pestañas lacradas con carmín, mensajes de urgencia,¿ «Corre, corre, cartero; que es para la chica que tanto quiero». Y algún mensaje más subido de todo que anuncia urgencias físicas que ya no pueden esperar dentro del sobre. Ya no hay cartas de amor Rejas afuera los mensajes de amor tendrán otras vías, pero nadie recibe ya cartas apasionadas. Constantina lo tiene claro: «Si traen algo es para pagar». Y su vecina sale zumbando cuando oye hablar de declaraciones por escrito. «Si yo estoy viuda hace catorce años¿» Pues a lo mejor por eso. «Quita, quita. Una vez pasada la tragedia, como mejor se está es sola». A Eulogia Diñeiro la mejor declaración de amor le parecían «las perricas» que le llegaban de Francia cuando la emigración era la forma más segura de completar los ingresos caseros. ¿Y qué más? Nada más. «Teño o meu marido na casa, quién va a escribir». Y su filla cerca, la única que quiso tener su hombre. «Yo hubiera tenido más, pero él¿» Es todo lo que necesita. En el camino de vuelta se ataja por la carretera de Sobrado. No menos sinuosa, pero al menos asfaltada. Por una ladera, de frente, desciende cómo en un carril de camello de caseta de feria una furgoneta blanca. «Es uno de los panaderos. Son varios y se hacen competencia, así que no le compensa venir a vender el pan, pero tiene que hacerlo. Sólo saca dinero los sábados, que es cuando trae las empanadas». Aquí se conocen todos, hasta de lejos. Son pocos y se cruzan a diario. Los mismos recados. Los mismos paisajes de improvisadas macetas en las escaleras de las casas, plantas en cubos viejos, en latas grandes, en tiestos más o menos rococós. Las mismas botellas de plástico colgadas de los frutales tiernos con lazos que abrazaron regalos. Las viñas desperdigadas, que ahora alguno de los aventureros del nuevo gran negocio del vino promete rentabilizar. La misma rutina para los esforzados carteros rurales a los que las privatizaciones y las cuentas de empresa amenazan con hacer desaparecer de estos ya desiertos caminos. Sendas que parece que van hacia el fin del mundo. Pero allá, al fondo, todavía hay mundo. El que habitan los que más tienen que perder, con las manos vacías para negociar con algo que dar a ganar a cambio. En el que moran los que están cada vez más solos. Tanto que quizá en breve ni siquiera el banco se esfuerce en hacer cuentas con ellos. Los carteros rurales son su último enlace. Pero aprieta la competencia, y en este asunto Correos también tiene los pies de barro.

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