Diario de León

| Crónica | Abandonados en el desierto |

El infierno es un lugar cercano a Argelia

La carretera que une Ouarfa con Bounane es un reguero de relatos trágicos y de muertes. Por ella caminan los inmigrantes que Marruecos abandonó a su suerte en pleno desierto del Sáhara

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León

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Hamad Shambo vio morir a su hermano pequeño y no pudo hacer nada. «Le veía cada vez más débil. Entonces se desplomó. Lo cargué durante un rato por el medio del desierto, hasta que no pude más. Después lo cargó mi amigo. Murió delante de nuestros ojos. ¿Enterrarlo? No había tiempo. Los marroquíes nos perseguían. Ayer dispararon contra nosotros y mataron a uno de un tiro en el costado. No teníamos ni agua ni comida. Tuvimos que dejar a mi hermano ahí, en medio del desierto», cuenta este camerunés de 23 años. Amsa Issa tuvo un poco más de suerte. Pudo poner sobre el cadáver de su hermano Issam unas pocas piedras a modo de sepultura. Sólo tenía 17 años. «Cuando los marroquíes nos abandonaron en el Sáhara intentamos ir a Argelia, pero los soldados de ese país nos obligaron a dar media vuelta. Nos adentramos en el desierto. La gente se quedó sin agua y empezó a beberse la orina», dice. La carretera que une Ouarfa con Bounane es un reguero de relatos trágicos y de muertes. Por ella caminan los subsaharianos que Marruecos abandonó a su suerte en pleno desierto del Sáhara, cerca de la frontera con Argelia. Los habían capturado en los alrededores de Ceuta y Melilla. No los mandaron a Oujda, como era habitual. Los dejaron en el medio de la nada. En total más de ochocientos. Los que nos encontramos son los más fuertes, los que han conseguido llegar hasta la carretera. Traen consigo las historias de los que no resistieron y se quedaron por el camino. Muchos no saben a dónde van ni siquiera dónde están. «¿Os acordáis de mí?, del bosque de Ben Younech, el viernes pasado», pregunta Mohamed. Claro que nos acordamos. Es de Ghana. Nos acordamos de él y de sus compañeros, y de cómo aplaudieron y sonrieron cuando las fuerzas marroquíes vinieron a buscarles. Ya no podían más. La valla de Ceuta se había cobrado el día anterior cuatro vidas, llegaba el otoño y el frío, la presión de la Gendarmería alauí aumentaba y querían volver a casa, o al menos a Oujda. Desde allí pasarían a Argelia, a Mahnía, y retomarían fuerzas para volver a iniciar el camino. Pero su destino fue otro. Ahora Mohamed ya no sonríe ni aplaude. «Por favor, díganle a la comunidad internacional que nos ayuden. Y al rey Mohamed VI que deje de perseguirnos. ¿Por qué nos abandonan en el desierto para que muramos? Somos seres humanos. ¿Tenéis agua? Si no bebo moriré», dice. Bienvenidos al infierno Ahmed Sunna viene por la carretera detrás del grupo de Ahmed. A este guineano lo capturaron en Rabat. Llevaba allí varios años y era demandante de asilo político. Veía tranquilamente la televisión cuando la policía entró en su casa en medio de una redada. La policía se quedó sus papeles del ACNUR y su tarjeta de crédito. Esto fue en el 2004. Cuando subió al autobús que le trajo y le abandonó en el desierto, se atrevió a preguntarle al coronel marroquí a dónde le llevaban. «Al infierno», le contestó. El infierno iba a ser para Ahmed un lugar a unos dos kilómetros de la frontera con Argelia. Pura hamada (desierto de piedras). Un lugar plano e inhóspito en el que sólo crecen unos pocos matojos. Los llevaron hasta allí en autobuses y en camiones. Venían de los alrededores de Ceuta y de Melilla. Los trajeron esposados durante todo el camino. Cuando llegaron a la frontera les bajaron a patadas, les robaron el dinero y les abandonaron allí. Intentaron llegar a Argelia, pero los soldados los detuvieron tras cruzar la frontera. Los trataron bien y durante un día los mantuvieron en un campamento militar donde les daban de comer. Al día siguiente los echaron de allí. Iniciaron el camino hacia Marruecos, sin tener muy claro a dónde iban ni dónde estaban. Algunos lo intentaron de nuevo con Argelia, pero entonces lo soldados los recibieron a tiros. «Mataron a tres», cuenta Mass, un senegalés que nos guía a nosotros y a un equipo de Médicos Sin Fronteras en este viaje de regreso al horror. Después de ser rechazados por Argelia, los subsaharianos se dividieron en grupos y tomaron direcciones diferentes. Otros, los que estaban más débiles, decidieron quedarse en el lecho de un río estancado que se encuentra entre el lugar donde los abandonaron y la frontera. «Mucha gente murió, sus cuerpos están en el desierto, tirados», dice Mass. Resulta difícil comprobarlo en la inmensidad del desierto. Para orientarse aquí hace falta un buen mapa, una buena brújula y a, poder ser, un GPS. Mientras Mass habla con nosotros recibe una llamada de un grupo de subsaharianos que todavía están en el desierto y no se atreven a salir. «Mira, no sé, yo que tú saldría y vendría al poblado, pero si quieres morir sólo tienes que quedarte donde estás», le dice a su interlocutor. Vuelta atrás Quienes sí se decidieron a emprender el camino de vuelta no lo tuvieron fácil. Las fuerzas marroquíes patrullaban la zona y un helicóptero militar sobrevolaba a los inmigrantes. «Era como una caza al hombre. El helicóptero volaba bajo y los gendarmes perseguían a los negros», dice una testigo. A los que cogían, los marroquíes les volvían a llevar al punto de partida. Algunos hasta tres veces. Los que consiguieron finalmente encontrar una población en que refugiarse, se reagruparon en Ain Chouater, un poblado cercano a la frontera. Allí nos encontramos a Bubakar, que se rompió el tobillo al saltar la valla de Melilla, y tuvo que hacer el camino a hombros de sus compañeros. Y a Ahmed, que está ausente, rodeado de moscas y que habla en un hilo de voz. Los marroquíes le dieron tantos golpes en la cabeza cuando le cogieron que ahora apenas puede reaccionar. Los dos están siendo atendidos en el pequeño consultorio que Médicos Sin Fronteras (MSF) ha montado en el poblado. No es más que un par de coches juntos y un toldo que cubre a los pacientes de las gotas de lluvia que caen sobre el desierto. En el hospital improvisado de MSF hay inmigrantes con cortes, golpes y fracturas. Huellas de sus pasos por las vallas de Ceuta y Melilla. Los tres heridos más graves ya fueron evacuados el viernes. «Uno tenía el fémur roto, no sé si por golpes o por una caída. Otro tenía el ojo fuera de la órbita, por un pelotazo. Los otros tenían cortes de la valla en la mano que se estaban infectando de una forma muy fea. Hemos intentado verlos hoy en el hospital al que los llevamos, pero no nos han dejado verlos», cuenta Javier Gabaldón, coordinador de Médicos Sin Fronteras en Marruecos. Pero ni siquiera en Ain Chouater están seguros. «El alcalde de aquí está continuamente llamando a la policía para que venga a buscarnos y nos lleve de nuevo al desierto para que muramos. ¿Cómo pueden hacernos esto?», se pregunta Carol, una mujer de Camerún. Su viaje para intentar llegar a Europa fue una odisea. «Intentamos cruzar nadando a Ceuta, pero la Guardia Civil nos detuvo cuando ya estábamos en la playa. Nos dejaron allí, mojadas y muertas de frío, desde la una de la madrugada hasta las diez de la mañana. Ese mismo día nos entregaron a Marruecos y los policías marroquíes nos violaron», dice. Junto a Carol está Violet, otra camerunesa. Su tragedia es, si cabe, peor. «Estaba embarazada y perdí a mi bebé por los golpes que me dieron los marroquíes. Ahora me siento muy débil, casi no puedo andar. Creo que tengo gusanos en el estómago. Bebemos el agua del mismo lugar que las ovejas y los camellos. Es la única que hay», dice. Carol y Violet se esconden en una especie de pequeño garaje de adobe donde se hacinan casi cincuenta personas. Allí está Assam Cissé, de Costa de Marfil, que cuando advierte la presencia de los periodistas no se contiene y espeta: «Yo vi morir en el desierto a un bebé porque a su madre ya no le quedaba leche en el pecho con la que alimentarle. Esto es una locura. ¿Quién nos está haciendo esto? Hemos oído que España paga a Marruecos para que se deshaga de nosotros. ¿Quién nos quiere matar, España o Marruecos?». De la negación a la vergüenza Hasta ayer por la tarde todo esto que les contamos para Marruecos era pura invención. Nabil Benabdelá, ministro de la Comunicación, aseguró a primera hora de la mañana que «no estamos llevando a nadie al desierto para que muera. Marruecos respeta los derechos humanos». Por la tarde, tuvo que rendirse a la evidencia. Quizás por eso, a última hora de ayer la situación parecía mejorar. Hasta Ain Chouater habían llegado los embajadores de Senegal y Mali para tratar de repatriar a los subasaharianos de esas nacionalidades que estuvieran allí. También acudió el gobernador de la provincia. Varios autobuses cargados de gendarmes se ocuparon de traer hasta el lugar a los que andaban desperdigados por la carretera. La promesa era llevarlos a todos a Oujda y en las próximas horas mandarlos de vuelta a sus casas.

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