Diario de León

El árbol de la vida

Misterioso, espiritual, mágico, venenoso y sanador; un árbol sagrado para los celtas que se utiliza en la lucha contra el cáncer de pulmón. El tejo es el árbol más enigmático de cuantos pueblan la geografía norteña peninsular y el de San Cristóbal de Valdueza ha creado un reinado a la vera de una ermita en decadencia y sobre un cementerio cuyas almas custodia. Asociado a la vida y también a la muerte, varias civilizaciones encontraron en él la conexión entre ambos mundos, incluso Bayona se ha detenido en ello en su última película

l. de la mata

l. de la mata

Ponferrada

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Los celtas lo veneraban como árbol sagrado y lugar de culto, asociado a la vida —goza de una longevidad extraordinaria, ya que puede vivir hasta 5.000 años— y también a la muerte. Por sus entrañas corre veneno que puede llegar a detener un corazón, pero también se le atribuyen propiedades curativas para combatir el reuma, la malaria y varios tipos de cáncer, principalmente el de pulmón. Incluso, en el Imperio Romano su savia era utilizada como antídoto para algunas mordeduras. El tejo es un árbol de contradicciones, que gusta crecer aislado en vez de formar bosques y que generalmente da cobijo a ermitas, iglesias y cementerios, como símbolo del viaje del alma una vez que el cuerpo fallece.

Protagonista de la última película de Juan Antonio Bayona, Un monstruo viene a verme, en la que precisamente guía al niño con el comparte escena en el duro camino entre la vida y la muerte, su simbología se mueve entre la magia pagana y la religión y un halo de misterio envuelve su robusta figura.

El de San Cristóbal de Valdueza no es un monstruo que arranca de la tierra sus propias raíces para abandonar por unas horas el eterno lugar en el que reposa, pero su influencia sí sobrepasa su perímetro. Tiene más de 1.200 años —aunque algunas fuentes le atribuyen dos milenios ya— y es uno de los árboles monumentales más fotografiados de la geografía berciana. Mágico es él y mágico es el emplazamiento que alguien seleccionó en el pasado para que fuera su morada, a la entrada de San Cristóbal, junto a una ermita hoy decadente, sobre un antiguo cementerio cuyas almas custodia y en la inmensidad del Valle del Silencio.

Sus quince metros de altura, un diámetro de copa de casi veinte metros y un perímetro de tronco que roza los cinco lo convierten, eso sí, en una monstruosidad natural tan grande como hermosa. Un ejemplar solitario que pocas veces está solo y que, incluso, en su historia pasada, fue lugar de encuentro y de culto, punto de reunión de los moradores del valle que riega el Oza, un templo de origen vegetal que ha sido testigo de los hechos más importantes.

Se dice de él que es inmortal, pese a las enfermedades que algunos se han afanado en atribuirle y las dedicatorias de amor que otros esculpieron en su tronco. Quizás el suyo no dure eternamente, pero el amor del tejo de San Cristóbal por la tierra que lo sostiene sí es infinito.

El tejo es, sin duda, el árbol más enigmático de los que pueblan la geografía norteña peninsular. Misterioso, espiritual, mágico, venenoso y sanador; sus hojas conservan, como papiros, grandes secretos, palabras de amor, despedidas dolorosas, reencuentros apasionados y recuerdos felices. A la sombra del tejo y bajo la envergadura de su ramaje y la corpulencia de su tronco cualquiera se siente diminuto, pero también protegido y en paz.

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