Diario de León

Bragança, la Ciudad de Piedra

Localidad medieval hermana y fronteriza es, como recoge Julio Llamazares en su libro sobre Trasos-montes una estrella de piedra en la distancia, una luciérnaga inmensa que desaparece y reaparece a cada curva de la carretera

La catedral nueva, en una zona de contrastes arquitectónicos con el casco viejo.

La catedral nueva, en una zona de contrastes arquitectónicos con el casco viejo.

Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Desde la lejanía, viniendo de España, Bragança es una estrella de piedra en la distancia, una luciérnaga inmensa que desaparece y reaparece a cada curva de la carretera», escribe Julio Llamazares en su hermoso libro sobre Tras-os-montes: su viaje empieza y acaba en Bragança, la ciudad medieval hermana y fronteriza, capital histórica de la región, discreta y recogida, con sus escasos cuarenta mil habitantes. Llego a Puebla de Sanabria y desde allí enfilo la carretera, un elogio a la curva, que me devuelve a la ciudad recordada después de tantos años. Es verdad que ha cambiado en ese crecimiento igualitario en la frialdad impersonal de tantas ciudades. Pero se ha fortalecido y cuidado el caso histórico, la verdadera y hermosa herencia que se convierte en testigo del tiempo. Pienso recorrerla con la exigencia de la tranquilidad, de la parsimonia incluso.

Desembarqué pronto en la Plaza de la Sé, centro neurálgico de la ciudad, del casco antiguo al menos, lleno de vida, con turistas veraniegos, que empiezan a notarse progresivamente por estos pagos como riqueza indudable que fortalece la economía, muchos españoles entre ellos. Es un bien añadido a la agricultura, el comercio, los empleos públicos y el aumento de la presencia estudiantil, razones históricas que sustentan por estos lares el entramado del vivir. Tomo un café en una de las muchas terrazas. Un sorbo apenas, sabroso según ya una larga tradición, acompañada de amabilidad y de la lengua, que conocen por la proximidad. Están de fiesta y las banderolas engalanan calles y plazas. En esta se sujetan en el remate de un cruceiro sobre columna salomónica. Enfrente, la antigua catedral, antes convento jesuita, barroca con alusiones fácilmente identificables, decoración interior de azulejos y un claustro muy cuidado. Como hablan de la antigua, pregunto por la nueva. Y me señalan la parte alta, la nueva. Camino bajo un sol de justicia —¿de dónde vendrá la expresión?— por un trazado urbano de avenidas generosas, arquitectura del momento –el Teatro Municipal es buen ejemplo— y conjuntos escultóricos de notable simbolismo. Advierto al viajero que, asentada la ciudad sobre colinas, el camino se hace pendiente en algún momento, en alguno de cuyos espacios recoletos la pintura sobre pared, una manifestación del arte urbano que a servidor le gusta especialmente, alienta de color y belleza algunos momentos del paseo. Múltiples escalinatas integradas y humanizadas por una cascada central dan a la explanada en que se asiente la línea moderna, ágil y esquemática de la nueva catedral, cerrada a esta hora del mediodía.

Quedé a comer con Anna Maria Achatz, una pintora austríaca que anda de exposiciones y bienales por tierras portuguesas. Hacía más de medio siglo que no nos veíamos. El tiempo es un suspiro que hace mella, y cuánta. Desde aquel verano luminoso por sus tierras verdes, de bosques y lagos, sobre todo del paraíso de Tanzenberg y Klagentfurt. El viaje es siempre una sorpresa abierta y enriquecedora. Como la mesa portuguesa, abundante de manjares. Siempre el bacalao me trajo de cabeza. Entre tantas fórmulas, que aquí liberaron de la pobreza durante mucho tiempo, lo pedí a la brasa, en una conjunción con la patata y el huevo revuelto con algunas otras cosillas como aderezo. El vino blanco de la casa, buen acompañante. Compartimos bacalao, vino, café y palabra.

La tarde quedó reservada para lo que ahora considero más emblemático, la estrella de Bragança. Ya sabe, cada cual siempre tiene la última palabra. Me refiero a la antigua ciudadela, dentro del barrio medieval, convenientemente conservado, a pesar de cierto tono decadente –aquí «el tiempo es lo único que queda», escribió Julio Llamazares—, provocado, creo, por la emigración galopante de los tiempos más difíciles. Se ve cerca, apenas diez minutos a pie, altivo sobre el pequeño laberinto de calles empedradas, con sus dos torres soberbias, en lo alto de una colina: la ciudadela amurallada fue erigida por Alfonso Henriques, primer rey de Portugal. Sancho I, su hijo, mejoró las fortificaciones y ordenó construir el castillo tras arrebatar la ciudad al rey de León en 1187. El conjunto llama la atención, especialmente la torre del homenaje, a la que se puede subir, al igual que a la zona almenada, y contemplar serenas vistas de la ciudad y alrededores. Celebran durante este tiempo de mediados de agosto la Fiesta de la Historia, y recorren calles y estancias de la ciudadela personajes medievales con sus músicas y ritos, sus puestos, productos y artesanías. Un ambiente que vitaliza la ciudadela, aún con algunas casas habitadas. Me interesó especialmente la picota gótica, en cuya base se asienta un jabalí prerromano que algunos hacen llegar a la Edad de Hierro, la iglesia de Santa María, con su hermosa puerta flanqueada por columnas, y sobre todo, la Domus Municipalis, un enigmático edificio posiblemente único en la península, considerado el primer Ayuntamiento que hubo en Portugal. De planta pentagonal, tiene dos partes: la cisterna, utilizada para la recogida de aguas pluviales, y otra, situada encima, rodeada de ventanas y con un banco alrededor, que debió de servir para las reuniones del consejo medieval. Puede ser curioso, en una ciudad de museos, saber que aquí hay dos pequeñitos, militar uno, y el Ibérico de la Máscara y el Traje.

Uno de los mayores gozos de este viajero es caminar sin rumbo tierras y ciudades. Hacerlo aquí por calles y plazuelas recogidas y silenciosas a los pies de la ciudadela tiene, como siempre, además de las sensaciones encontradas, la magia de lo inesperado que parece convertirse en hallazgo. Y así aparecieron el Solar dos Calaínhos, con sus nueve puertas y escudo de armas, o el Solar dos Veiga Cabral, hoy sede del Centro de Arte Contemporáneo. O el edificio del antiguo Gobierno Civil. O algunas paredes rememorando pictóricamente hechos y escenas históricas. O las iglesias. Parece esta también la ciudad de las iglesias. La de la Misericordia, con la belleza de los azulejos tan arraigados. O la conventual de Santa Clara, recogida y barroca –se me antoja el barroco un estilo portugués de vida—, con su atractivo altar mayor y la pintura panorámica de la cubierta. Sobre todo, la de San Vicente. Uno siempre acaba encontrando el envoltorio difuso entre la historia y la leyenda. No sé hasta dónde llega una u otra. Se lo cuento tal como me lo contó un galante portugués —¿de qué música hablamos?—: «Parece que en la iglesia de San Vicente –me dijo, al lado del monolito frente a la portada— se casaron en secreto Inés de Castro, hija de una poderosa familia gallega, y Pedro I de Portugal, hijo del rey Alfonso IV, que no aceptaba el amor de su hijo, por lo que mandó asesinarla. Cuando Pedro heredó el trono, ordenó vestir el cadáver de su amada con las mejores galas reales y ponerle la corona para que el pueblo portugués le rindiera homenaje, tras lo cual volvió a ser enterrada». Reinar después de morir. Un título literario de los que aluden a la historia que no escapó al interés de nuestros clásicos.

Pienso en el asunto mientras conduzco, de regreso. Me gustaría volver a la ciudadela a principios de mayo. A la Feria das Cantarinhas, una feria callejera de artesanía tradicional. A ver.

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