Diario de León

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Se venía venir que las elecciones del 10-N, lejos de resolver el bloqueo político resultante de las anteriores, iban a contribuir a complicarlo. En el mejor de los casos, podían devolvernos a un escenario muy parecido; en el peor, podía ocurrir que nos colocaran ante otro panorama todavía más endiablado.  

A toro pasado ha quedado claro que Pedro Sánchez jugó con fuego pensando que una repetición de los comicios iba a favorecer sus posibilidades de seguir gobernando con menores hipotecas. La historia política está plagada de presidentes y primeros ministros que disuelven el Parlamento y anticipan elecciones convencidos de que van a salir reforzados, encontrándose después justamente con todo lo contrario.  

En descargo de Sánchez, hay que reconocer que el factor que ha desbaratado todos sus cálculos no entraba dentro de lo previsible. Y no me estoy refiriendo sin más al conflicto de Cataluña, respecto al que se daba por descontada la respuesta del independentismo institucional y ciudadano contra la sentencia del procés . Lo que no estaba previsto eran los violentos disturbios y algaradas ciudadanas que, a modo de kale borroka , iban a inflamar de semejante forma las calles de Barcelona. Y tampoco que desde las propias instituciones de autogobierno se amparara o disculpara esa violencia, responsabilizando de la misma no tanto a sus autores como a los mossos.  

Ese salto cualitativo era inédito y se ha instalado por completo en el eje de la campaña y en el ánimo del electorado nacional, catapultando a la ultraderecha como tercera fuera política y gran beneficiaria del histórico desplome de Ciudadanos. Ese fulgurante ascenso de Vox ha lastrado a su vez la recuperación electoral del PP, que se las prometía muy felices pensando que iba capitalizar más que nadie la masiva desbandada del electorado naranja. Pablo Casado no contaba con un resultado como el de Vox, un compañero de viaje muy incómodo que altera y condiciona toda su estrategia para reconquistar el poder.  

Por de pronto, esta nueva correlación de fuerzas en la derecha aleja la posibilidad de ‘abstención patriótica’ a la que parecía dispuesto el PP para permitir la investidura de Sánchez. Excluida esa opción, solo quedará la de que Sánchez intente el más difícil todavía de aglutinar lo que Rubalcaba bautizó como ‘acuerdo Frankestein’, cuya viabilidad requiere además como mínimo la abstención de parte del independentismo catalán. Eso o terceras elecciones. Este es el crudo panorama que nos deja el frustrante viaje electoral del 10-N.

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